“Yo soy Charlie Hebdo” contra la barbarie disparada en nombre de Allah.

Una cadena en el portón de la vacía embajada de Irán en París fue mi primer contacto con el islam en 1978. Es verdad que desde pequeño escuché en mi familia contar como mi abuelo materno había muerto por las balas de rebeldes marroquíes en 1909 mientras mandaba, como coronel del regimiento penitenciario de Melilla, unas tropas a las que el general Marina había ordenado tomar los altos del Gurugú, esa colina en la que hoy pululan miles de centroafricanos ansiosos de saltar una valla que les separa de lo que ellos creen una vida mejor. Pero esa historia yo no la asociaba a ningún conflicto interreligioso sino más bien a simples ambiciones egemónicas de España a las que como militar tenía que servir mi abuelo aun en contra de sus convicciones personales. Como ya predijo a su esposa, mi abuela materna, Venancio Álvarez Cabrera de Nevares murió en el intento.
Pero volviendo al París de 1978, de la vacía y encadenada embajada, simbolo de lo que se estaba derrumbando en Teherán, me fui con el equipo técnico de TVE a Neauphle-le-Chateau donde un tal Jomeini, bajo la protección de un tal Giscard D’Estaign grababa consignas islámicas en cintas magnetofónicas que luego eran reproducidas en un “loro” ante un grupo de incondicionales adeptos. Las escenas se desarrollaban en dos modestos chalets de ese pueblo cercano a París convertidos en espacios aparentemente fuera de lugar y tiempo. Varias mujeres vestidas de negro riguroso manejaban grandes perolas en el jardín en las que muy probablemente cocinaban el rancho del grupo de fieles que, también vestidos de negro estricto, después de escuchar con atención las grabaciones con los mensajes del ayatollha Jomeini, gritaban enfervorizados y cada vez más y más alto..Allah Akbar….Allah Akbar…
Hice lo que pude. Hablé de los contratos que la Persia del Sha había firmado con empresas francesas para construir el metro de Teherán y una central nuclear, de la protección que Giscard D’Estaign – especie de Luis XIV del Siglo XX pero algo más cursi- proporcionaba a Jomeini y su entorno, hablé de la probabilidad de que los susodichos contratos se convirtieran en humo cuando el ayatollha llegara al poder en Irán y acerté. Pero mucho más fuerte fue algo de lo que no hablé; la sensación profunda de que allí, en un pueblecito francés tranquilo, casi cartesiano, se estaba gestando algo de una potencia desproporcionada a la modestia de la tienda de campaña azul que, rodeada de zapatos mugrientos, hacía de improvisada mezquita, convirtiendo en lugar sagrado un pequeñísimo trozo de Francia.
Algo en mi interior me sugería que aquello necesitaba un estudio extenso y profundo para poder ser entendido y explicado. Así vino primero “Le soleil d’Allah brille sur l’occident” de Sigrid Hunke y luego muchos otros más. Biografías de Mahoma, obras de orientalistas, ensayos a favor, en contra, testimonios personales, mentiras pretendidamente históricas, interpretaciones beatas. Pero ningún intento de comprender el mundo, los mundos, islámicos, tiene posibilidades de acercarse a una visión omnicomprensiva sin pasar por el análisis del Corán.
Después vino otra realidad. Millones de personas manifestándose en París al signo de “Yo soy Charlie Hebdo” contra la barbarie disparada en nombre de Allah. Mientras, cientos de miles de cristianos para sobrevivir a una conversión promovida con la daga como argumento, tienen que huir de la tierra en la que ya sus ancestros estaban antes de la llegada del islam y a cuya grandeza hicieron definitivas aportaciones. A la vez un mundo narcotizado por un laicismo enfermizo contempla con horror impasible en sus pantallas de última generación, la decapitación “en cámara” de cooperantes, sacerdotes, correligionarios menos vehementes o las imágenes filtradas en las redes sociales de torturas realizadas por tropas extranjeras en nombre de una pretendida democratización que debería salvar a pueblos culturalmente muy distantes, de una barbarie para, en realidad, sumergirlos en otra de signo similar pero también autóctona.
Entre la clausura de la embajada de Irán y la manifestación del domingo en París hay muchos hechos que exigen más que nuevos análisis y estudios concienzudos, decisiones políticas de gran calado si se quiere que la cultura de la libertad y la solidaridad siga alimentando el alma occidental.