Tras la acentuación de los problemas derivados en las sociedades occidentales por la asunción de un criterio multicultural de integración de oleadas de emigrantes y del costo, a veces sangriento, que ha habido que pagar como consecuencia de esa política, la idea de que es preciso salvaguardar a la sociedad abierta de sus cada vez más numerosos enemigos infiltrados entre los acogidos, ha ido tomando cuerpo en la opinión de muchos ciudadanos. El principio es fácil de enunciar pero difícil de articular. Se corre el riesgo de que las medidas que se proponen para asegurar la sociedad libre entre iguales impliquen alguna renuncia a los principios de libertad e igualdad que se tratan de proteger.

La fórmula que razonamos para la resolución de estos conflictos es la tácita o expresa suscripción de una identidad básica resolutiva que denomino “identidad democrática”.

Valga por adelantado que uso la palabra “democrática” en un sentido muy concreto que viene bien expresado en la noción popperiana de “sociedad abierta”. Tras el derribo de los regímenes comunistas, actualmente hay bastante coincidencia en que la sociedad abierta ha acabado implantándose como registro común en las sociedades occidentales. La cuestión de fondo que pongo a examen es qué significa y cómo se puede ser libre en una democracia. Asunto discutible y problemático, cuando las naciones europeas se ven sometidas a la prueba de la aceptación de comunidades étnicas, religiosas o culturales procedentes de sociedades que no se inspiran en las mismas raícen doctrinales ni comparten los mismo principios de convivencia. El recuerdo del atentado a la revista Charlie Hebdo ahorra cualquier comentario.

 

En La identidad democrática cabe distinguir dos niveles de análisis que se entrecruzan como temas interdependientes, aunque a veces se haga más énfasis en uno, y a veces, el hilo discursivo se centre más en otro. El primer tema de fondo es el relativo a la diferencia entre “sociedad abierta”, o sociedad de control del poder político limitado por el derecho, y “democracia”, como forma de transferencia del poder político del pueblo a un gobierno representativo. Se trata de la relación entre límites, clases de poder, influencia social y libertad. El segundo se refiere a la “identidad democrática” como supuesto regulativo de una convivencia multicultural entre identidades que pueden resultar en algunos respectos excluyentes.

 

Este comentario se limita a tratar el primer tema. El segundo, relativo al sustrato de identidad básica de una sociedad abierta está relacionado también con éste, aunque se prescindirá de comentarlo. La idea, el concepto o el principio que conecta a ambos enfoques analíticos es el de libertad para la expresión del pensamiento, libertad de opinión, cuya consideración conduce a un tratamiento crítico de los procesos de mediación social, difusión de la información y circulación de opiniones en el espacio público de las sociedades democráticas. Según estas líneas, que sean “abiertas” o no, dependerá del grado de condicionamiento que en la práctica sufran por parte del poder político estos procesos.

 

Nos ocupamos aquí del primer tema. La discusión se propone establecer distancias entre las ideas de democracia y de libertad. Desde el punto de vista adoptado, democracia y libertad no son términos sinónimos, como pretendió Rousseau, y tampoco antitéticos, más bien interdependientes. Tratar de deslindar sus fronteras constituye un desafío intelectual y, cómo hacerlas compatibles por medio de la gestión política, un problema práctico. No hace falta insistir en que ha habido concepciones de la democracia, que todavía colean mientras otras cobran vuelo impulsadas por el nacionalismo político, que demuestran cómo los métodos de representación democráticos pueden servir de coartada para interferir la libertad en nombre de la democracia. En la práctica, las sociedades occidentales se organizan en torno a ambos supuestos, de aquí que se haya generalizado el uso de la expresión “democracia liberal” para distinguir a la “sociedad abierta” de otros tipos de democracia. Liberalismo y democracia son, en la práctica, en las sociedades constitucionales, aspectos complementarios e interrelacionados.

 

Desde este punto de vista, democracia y liberalismo son, pues, aspectos distintos que se implican para asegurar la libertad personal. Que se acceda al poder mediante un procedimiento electivo entre todos o algunos de los ciudadanos es la respuesta que distingue al sistema democrático, una entre otras posibles a la pregunta formulada sobre el procedimiento de selección y revocación del gobernante. Que las facultades asignadas al mandatario político sean ajustadas a y controladas por el derecho, que las facultades del gobernante sean limitadas por los derechos ciudadanos que le confieren el poder y que el poder político sea dividido en legislativo, ejecutivo y judicial, es la respuesta liberal a la pregunta sobre los límites del poder de gobernar.

 

Uso el neologismo democratismo para referirme a la idea de que toda decisión que afecte a una colectividad debe adoptarse por votación democrática. Es muy frecuente mezclar los conceptos de “democratismo” y “democracia”. Hay una relación entre ambos. El “democratismo”, cuyo origen puede centrase en Rousseau, se basa en que la soberanía popular y el poder político que se ejerce en su nombre es ilimitada. Como fuente en que ha de fundarse toda decisión colectiva, puede suprimir la distinción de los poderes (pues todos han de ser democráticos), puede anular la limitación del poder por el derecho (pues la soberanía popular es la voluntad política), también puede someter el derecho a la voluntad del sobernao (pues es el fundamento del derecho ya que la constitución emana del pueblo en cuyo nombre se gobierna). No tiene en cuenta que si una constitución ha de ser refrendada, las condiciones que hacen posible tal refrendo son constitutivas y no pueden ser modificadas: son el presupuesto para refrendar la constitución.

 

El democratismo vacila cuando se le pone en la tesitura de limitar la libertad de expresión. Pero como el reconocimiento constitucional del derecho de propiedad privada está condicionado a la decisión de la soberanía popular, no puede considerarse constitutivo, sino constituido por el texto constitucional y, por tanto, recortable o suprimible. Basta con expropiar los medios privados para suprimir la libre formación de opiniones, pues quedan supeditadas al poder del gobernante que monopoliza los medios públicos. Aquí es donde democracia y liberalismo se unen. Para que la libertad de opinión sea condición eficaz para la revocación del gobernante es necesario dividir, limitar y controlar el poder político, sujetarlo a reglas objetivas que sean independientes y asegurar su libre proceso de formación. Desde este punto de vista no hay más democracia que la liberal.

Es frecuente oír como propuesta de renovación o de cambio político que es preciso profundizar en la democracia. A veces se da a entender que así se asegura la libertad del ciudadano. Pero el correlato de la libertad ciudadana no es el procedimiento de elección, sino el de la limitación y control del poder. Y poniendo, además, énfasis en el adjetivo “político”. Como ocurre con el contenido semántico de cualquier palabra, el significado de la palabra “poder” puede ser definido con relación a contextos diferentes. Sus tipos y diferencias requieren un estudio en profundidad y el tratamiento de las diferencias dependerá del enfoque adoptado. La distinción entre “democratismo” y “liberalismo” remite a dos actitudes o tipos ideales conceptualmente distintos. Simplificando, para un tipo el voto democrático es la fuente que legitima la decisión de toda autoridad social. La raíz intelectual de esta concepción remonta principalmente a Rousseau: la voluntad democrática tiene como función principal controlar mediante el poder político la supremacía social de unos grupos sobre otros. A través del demos se asegura la igualdad entre los ciudadanos y se nivelan los rangos y las jerarquías que las instituciones sociales generan. Enfocado así el asunto, no hay razón para limitar las facultades del soberano, porque el objetivo del proceso democrático es asegurar al poder político el monopolio del control social a través de la expresión de esa voluntad transmitida por el voto.

 

Desde el punto de vista liberal este planteamiento resulta confuso. Lo es, porque si el voto democrático ha de ser libre, el reconocimiento de la soberanía de la persona ha de ser previa a cualquier delegación del dominio que alguien haga sobre sí mismo. Toda constitución procede de la libre decisión de los ciudadanos y limitar su libertad equivale a cercenar su capacidad para constituirse o su voluntad o constituyente. La delegación de la soberanía para que un grupo de mandatarios administre la voluntad general de los representados por ellos, presupone que quienes transmiten ese poder no pueden perder las facultades en que se funda esa transferencia ni renunciar a ellas. Se presume que quienes están facultados para transmitirla han de seguir estando facultados para revocarla y disponer de los medios para hacerlo. Lo cual significa que esos medios tampoco pueden ser supeditados a decisiones colectivas. La pérdida de autonomía que supone la sujeción a las reglas a que ha de ajustarse la conducta no puede implicar que ese recorte afecte a la posibilidad de la revocación reglada del poder delegado. Aunque solo fuera por este motivo, la suposición de que, con cuanta más amplitud se aplique el supuesto democrático más se asegura la libertad de los ciudadanos, es una premisa falsa. Esa ampliación del espacio del procedimiento democrático puede llegar a ser muy peligrosa para la libertad. Eso es lo que históricamente se ha mostrado en numerosos procesos revolucionarios alentados en nombre del democratismo, no de la democracia.

 

Según el planteamiento liberal, la concentración del poder político, aunque sea adquirido por un proceso democrático o electivo, solo es posible a base de aminorar la libertad de los ciudadanos sometidos a ese poder.

 

Se comprende que el democratismo excluya la consideración de la propiedad privada como un ámbito material de la soberanía sobre uno mismo y eluda responder a una pregunta a la que, cualquiera que se preocupe por la libertad de los representados, está obligado a contestar: si, desde la perspectiva rusoniana, la mengua de la libertad procede de la limitación de la capacidad de obrar que resulta por el control social que unos grupos o individuos ejercen sobre otros ¿cómo evitar que el depositario del poder, sea o no adquirido mediante un procedimiento democrático, no lo emplee para perpetuarse en él y consolidar en su provecho la supremacía personal, institucional o la del partido, vanguardia o facción que le respalde? ¿Sobre qué fundamento se debe colegir que la voluntad general no es adaptada a los intereses particulares de quienes la administran? No entender que el poder político puede ser la fuente principal de la asimetría social presupone una antropología idealista, según la cual toda decisión adoptada por referencia a la soberanía democrática es por sí misma beneficiosa. Bajo este supuesto el soberano eventual está legitimado para cualquier decisión siempre que cuente con el suficiente respaldo electoral.

 

Es un planteamiento que se desentiende de la antropología, pues menosprecia las motivaciones básicas del comportamiento humano y las capacidades abiertas a la actuación en común. Los desenlaces en que han deparado las revoluciones “democráticas”, recientes, o no tan recientes, ofrecen demasiadas pruebas de lo que ocurre cuando el poder político se atribuye la función de planificar la voluntad de los gobernados, se concentra en un solo partido bajo el pretexto de impedir la represión de los menesterosos por los afortunados o en un liderazgo alimentado por el control de los medios de opinión cuya función es identificar el designio del gobernante con la voluntad general. La tarea política de imponer la igualdad social sirve de coartada al totalitarismo o a la dictadura, y la democracia pasa a ser un sistema mecánico de elección al dictado. De aquí que la tradición liberal propiamente dicha, es decir, desgajada de las pretensiones del “democratismo” y a diferencia de este, plantee el tema de la relación entre poder político y poder social de otra manera.

 

Los motivos de confusión se deben a que, como “democratismo” y “liberalismo”, proceden de una misma tradición ilustrada, que indistintamente se proclama democrática y liberal, sus improntas conceptuales tienden a veces a confundirse y sus límites respectivos, a la hora de llevarlos a la práctica, no siempre resultan fácilmente separables. Volviendo a Ortega, son respuestas distintas a preguntas distintas. El democratismo presupone, como axioma, que los procedimientos democráticos aseguran la libertad social. Para el liberalismo la relación entre delegación del poder y libertad ciudadana no es un axioma ni un teorema, tiene un valor hipotético: cuanto más poder se transfiera a la autoridad política más se limita la libertad de los ciudadanos, tanto de los individuos como de las asociaciones y grupos sociales ajenos a la administración del poder político. La antropología básica liberal presume que el poder de unos sobre otros es una situación natural como también lo es la cooperación. Los padres tienen poder sobre los hijos indefensos que necesitan de su cooperación para sobrevivir. Dicen algunos antropólogos nada sospechosos, como Evans Pritchard, Marcel Maus o Levi Strauss, que la primera norma en que coincide toda sociedad prehistórica es la prohibición universal del incesto. Sea o no cierto, entiendo que esta prohibición expresa el temor a la posibilidad del abuso del padre sobre sus hijas.

 

Las principales causas de diferenciación social tienen una base antropológica, no sociológica ni política: los más vigorosos están en situación ventajosa sobre los débiles, los más listos sobre los que lo son menos, los más bellos sobre los más feos. La explicación del orden social requiere de ambas cosas: el orden es cooperativo, pero su mantenimiento es coercitivo. A todos nos interesa saltarnos el orden o la norma, Quien se salta la norma adquiere ventaja sobre quien queda obligado a cumplirla. Cuanto mayor sea el margen dejado a actuar sin constricciones normativas, mayores ventajas obtenemos del uso de nuestra libertad. Pero no tanto que esa libertad impida el orden social, la sujeción a reglas de convivencia[1]. Como hay normas, saltarlas nos beneficia, por eso hay que vigilar su cumplimiento..

 

El poder político es un instrumento necesario, imprescindible o irrenunciable para la organización social y la cooperación[2]. Pero no es un bien ni un mal, ni siquiera un mal menor, sino una condición sine qua non para el mantenimiento del orden. Si no hubiera un orden político podría imponerse la voluntad del más fuerte, porque la voluntad de poder es inherente al lenguaje, a los individuos y a las organizaciones. No hace falta suponer que la voluntad de poder sea un factor socialmente determinante. Aunque haya otros, como la necesidad de cooperar, la compasión, el sentimiento de ayuda mutua, siempre será un condicionante principal. Siendo imposible controlar la voluntad de dominio a partir de sí misma habrá que dividirla, regularla y limitarla para poder controlarla.

 

Desde el punto de vista liberal, concentrar el poder social en el soberano puede implicar amputar la libertad personal para entregarla a la autoridad, la cual por definición se halla en una situación de ventaja. Si no hay simetría entre ser propietario y no serlo, la asimetría aumenta cuando se trata de ser gobernante y ser gobernado. Entre otros motivos, principalmente porque el gobernante puede atribuirse facultades para modificar los estatutos que regulan la propiedad. El democratismo rectifica al absolutismo sustituyendo la voluntad del monarca por la voluntad general. No tiene en cuenta que, cuanto más sujeta la capacidad de dominio personal al procedimiento democrático, más competencias transfiere a los depositarios de la voluntad general compuesta por personas concretas, no por voluntades abstractas.

 

La antropología idealista sustituye la realidad antropológica del ser natural por el deseo de una sociedad igualitaria. Los sucesores de Hume calificarían de falacia naturalista a este modo de argumentar. Cuanto más se ceda a la voluntad general menos margen queda a la capacidad de iniciativa de cada ciudadano, a la ejecución de proyectos personales o asociativos de los representados, a la planificación de los propios fines. El interés personal se disuelve en el colectivo, encarnado en un grupo de personas cuyo rango les permite poder identificar su interés propio con el abstracto. En Rousseau tiene sentido porque la asamblea decide directamente. Pero la decisión asamblearia no evita la lucha por ganar voluntades ni la asunción de liderazgo. Se ha impedido entrar a la jerarquía y la autoridad por la puerta delantera y comparecen por la trasera. Si la política tiene como función monopolizar el control social para asegurar un orden de convivencia basado en la igualdad material, cuanto más amplio o profundo sea el ámbito de aplicación del procedimiento democrático, menor motivación personal para cooperar.

 

La retórica del interés general se convierte en el principal obstáculo para su aplicación. Si los ciudadanos no pueden obtener recompensas por su esfuerzo, sus conocimientos o sus destrezas particulares, es natural que la responsabilidad y el trabajo de cada uno acabe diluyéndose en la aportación común. ¿Cómo puede el democratismo asegurar la cooperación imprescindible, la participación voluntaria, para la ejecución de un plan conjunto si no hay más garantía de que sirva al interés común y no al de la autoridad, que la fuerza coactiva de quien lo impone? La coacción, no la confianza, pasa a ser el principal motivo de adhesión a la causa.

 

Para entender bien este contraste, hay que tener en cuenta que legitimidad y eficacia son nociones que en la vida asociativa no se implican mutuamente. Una cosa es la legitimidad adquirida por medio de la representación para aplicar un programa, y otra que el programa sea aplicable en la práctica. Además, la confianza obtenida por el mandato implica que la responsabilidad de la ejecución del programa recaiga en el mandatario. La conjunción de confianza y responsabilidad por la aplicación de un programa explica que la delegación del poder sea un encargo personal, al jefe del gobierno, aunque el diseño del programa sea de procedencia colectiva, del partido. Corresponde al mandatario confeccionar un equipo ejecutivo, no representativo, que, bajo su responsabilidad, se encarga de ejecutarlo con eficacia.

 

El proceso de elección democrática confiere la legitimidad inicial, pero no la mantiene al obstaculizar la revocación, no asegura la ejecución de su programa pues la retórica carece de eficacia. La voluntad democrática no puede decidir lo que no sabe. La eficacia no depende del mandato democrático, sino de condiciones que la representación no puede legitimar: aprenden y hacen las cosas las personas. Tomemos como ejemplos un juicio o una operación quirúrgicas. La voluntad general no puede sustituir a la comprobación de los hechos, ni el aprendizaje y preparación de las profesionales. No se puede decidir por votación si ha ocurrido lo que no ocurrió, un crimen, o si alguien es o no el cirujano adecuado para extirpar un riñón. El acontecer no depende de los votos como probar la comisión de un asesinato tampoco depende directamente del juicio de un jurado que bastante tendrá con discernir lo que en el proceso se le muestra. La destreza, la experiencia, el esfuerzo, la integridad, la honradez, etc. ninguna de estas cualificaciones técnicas o morales pueden ser adquiridas por ni están supeditadas a métodos electivos.

 

El tema de la relación entre democracia, opinión, conocimiento y moral, ha de abordarse a partir de un análisis crítico de los procesos de formación de la opinión pública y permite dar cuenta de la fatuidad del democratismo. Ser científico, médico o ingeniero o deportista, por ejemplo no pueden ser decididos por asignación de tareas de una asamblea. La división del trabajo social requiere la adquisición de habilidades técnicas y de un adiestramiento específico. Corresponden al conocimiento o la preparación personal, no dependen de decisiones colectivas, La organización del trabajo y el reconocimiento de esas habilidades lleva a la estratificación, a la jerarquía social a partir de predisposiciones individuales. Ser juez o médico requiere la aceptación de asambleas selectivas, corporaciones, tribunales, comisiones de expertos. En la actividad pública, la elección democrática legitima al ejecutivo, pero la eficacia de la gestión se mide por los resultados independientemente de la legitimidad transferida, ligada directamente a la especialización del conocimiento y a la profesionalidad. De aquí también la importancia de delimitar nítidamente el ámbito de lo público del ámbito civil.

 

Según Rousseau, la fuente de moralidad es el contrato en la asamblea estatal. El Estado decide la moralidad, pues los individuos tienen que reconocer que están equivocados cuando su criterio no coincide con el del Estado. Para el sistema liberal la democracia no es un procedimiento para decidir qué es o no verdadero o falso, moral o inmoral, sino un régimen de libre opinión. Los ciudadanos juzgan si los programas que han merecido su confianza han tenido o no los efectos previstos, si han respondido o no a las expectativas suscitadas. Nuevas elecciones confirmarán o retirarán la confianza si, a juicio del ciudadano, los resultados confirman o desmienten las conjeturas. La revocación del liderazgo se basa en un juicio de opinión, no en presuposiciones ideológicas o morales. El elector opina si un programa es preferente a otro, si un candidato está o no mejor cualificado, si un partido es o no más adecuado. No es que el pueblo no se equivoque cuando elige a alguien como jefe o encomienda a un partido que aplique el programa prometido. La suposición es la contraria: el pueblo se puede equivocar tanto como puede acertar, por eso ratifica o rectifica en unas elecciones el juicio expresado en la anterior. Su decisión se agota en la expresión de una opinión, una hipótesis, una conjetura sobre lo que es o no más aconsejable dadas las circunstancias, conociendo tales comportamientos, juzgando los precedentes y la adecuación de candidatos. Las circunstancias futuras corroborarán o no si su elección estaba o no bien fundada.

 

La antropología subyacente al liberalismo, basada en presupuestos realistas, y asumiendo que la mejora moral de la sociedad no es un fin colectivo, sino una aspiración inseparable de la libertad moral de los ciudadanos, pretende conjugar ambas exigencias, los procedimientos democráticos de elección del soberano con los métodos legales y técnicos de limitación de su competencia. De aquí la restricción de los mandatos, la periodicidad de las elecciones, la sujeción a las reglas del Estado de Derecho, el principio de legalidad, la declaración de los derechos fundamentales, etc. Aunque con la caída de los regímenes totalitarios, el democratismo ha dejado libre gran parte del terreno que antaño ocupó, no deja de subsistir todavía en la forma de sustrato ideológico en las sociedades democráticas, enmascarado también en las ofertas populistas o en la tentación partitocrática que se manifiesta en las democracias occidentales, especialmente en las de tipo parlamentario donde la separación de los poderes ejecutivo y legislativo es en la práctica indiferenciada y propende a controlar al poder judicial.

Una consideración de la base antropológica de la relación entre libertad social y poder político lleva a adoptar la idea popperiana, transferida de su propuesta de refutación de las teorías científicas al análisis social, de que la condición sine qua non de un régimen democrático es, antes que un sistema de delegación del poder, un procedimiento para la revocación del poder delegado. Lo primordial es que el poder transferido sea también teórica y prácticamente revocable por aplicación de las reglas de derecho y de la división de poderes. Que el poder se ejerza por delegación a través de representantes, lo que Stuart Mill llamó “gobierno representativo” para distinguirlo del maximalismo democrático, no asegura su revocación. Puede que Mill fuera más propenso al sistema proporcional, porque no consideró el peligro que representaba el parlamentarismo para mantener incólume la división de poderes. Pero lo que importa, a fin de cuentas, es asegurar la limitación del poder, fraccionándolo; y su sujeción a la ley: no hay democracia propiamente dicha si no hay limitación del poder por el Derecho, ya que si el poder no fuera limitado, o cuanto menos limitado sea, seria imposible, o más difícil en la práctica, asegurar su revocación. Este es el problema que aqueja a muchos regímenes populistas que puede contaminar a los sistemas parlamentarios, democráticos por ser electivos, autoritarios por las dificultades de revocación.

 

Cuanto más se dificulten en la práctica las condiciones de revocación, la democracia será más aparente que real. Las condiciones de revocación dependen del espacio público abierto a la libertad de opinión, la independencia de la empresa informativa, la transparencia de los actos administrativos, el control de cuentas, la fiscalización de sus resultados, etc. En suma, el modo de asegurarse de que un gobernante, aunque no sea representativo, no llegue a convertirse en la práctica en un dictador o un tirano, es disponer de alguna forma efectiva y regulada de su revocación por el representado. Y de ahí surge otra condición. Para que el poder sea revocable es necesario que las competencias de su ejercicio queden delimitadas de tal modo que la propensión a extralimitarse no impida que su revocabilidad teórica sea inaplicable en la práctica. La teoría y la práctica del Estado limitado prende en este supuesto, y engarza con la proposición de que los programas políticos sean juzgados, no por su intencionalidad ideológica ni por el alcance de promesas generalmente vacuas o imposibles de cumplir con los recursos económicos disponibles, si no, principalmente, por la viabilidad de su aplicación. El poder está delimitado por reglas que impidan su extralimitación. De aquí la importancia de la separación efectiva de los poderes, o sea, la complementariedad entre la división de poderes, por un lado, y el Estado de Derecho, o sujeción del poder político a la ley, por otro.

 

El régimen de propiedad asegura un poder limitado sobre recursos limitados cuyas condiciones deben regularse y protegerse para mantener el orden y la seguridad de las transacciones. La propensión al poder procede de la necesidad de disponer para uno mismo o su grupo recursos limitados y disputables, lo que implica la exclusión de los demás de ese dominio. El afán de dominio surge, desde este punto de vista, de un análisis de la incardinación natural de la persona y del grupo, encuentra su sentido en una raíz antropológica realista. Así se puede entender que solo el poder político puede llegar a ser absoluto. O solo puede ser absoluto un poder cuando la regulación o la limitación política no alcanza a o es impotente para limitarlo. Tan patente es esa tendencia a lo absoluto que durante mucho tiempo algunos predicaron el derecho divino de los reyes o derivaron la fuente del poder de una voluntas Dei.

 

Luis Núñez Ladevéze

Catedrático de UCM. Profesor Emérito Extraordinario CEU

[1] Me inspiro en Buchanan y Brennan: The Reason of Rules. Constitutional Political Economy. Cambridge, 1985. (La razón de las normas. Madrid, Unión Editorial, 1987).

[2] B. De JOUVENEL: “El poder presenta dos aspectos… es una necesidad social. Por el orden que impone y el concierto que instaura… El poder es también un peligro social.. un dinamismo que le arrastra a apropiarse de las fuerzas desarrolladas en el conjunto humano al cual reside, para utilizarlas en provecho de su cuerpo social” Id. L VI. Cp. 15, 353.