“Me faltan las palabras…”. Es frecuente que nuestro pensamiento vaya más allá y más deprisa que nuestro hablar. Al fin y al cabo las palabras no son más que signos convencionales y toscos de nuestras ideas, que son mucho más ricas.
Y cuanto más elevado sea el pensamiento, más difícil nos resulta expresarlo adecuadamente. Sin embargo sentimos la acuciante necesidad de expresar y comunicar nuestras ideas a los demás. Con perseverancia de muchos siglos “la Iglesia expresa su confianza en la posibilidad de hablar de Dios a todos los hombres y con todos los hombres. Esta convicción está en la base de su diálogo con las otras religiones, con la filosofía y con las ciencias, y también con los no creyentes y los ateos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 39). Y ello a pesar de los prejuicios y de los malentendidos, de la imperfección de nuestro conocimiento de Dios y de la pobreza de nuestro lenguaje. “No podemos nombrar a Dios sino a partir de las criaturas, y según nuestro modo humano de conocer y de pensar” (Ibidem, n. 40).
Pero nuestro conocimiento acerca de Dios tiene un sólido fundamento. Un conocimiento imperfecto no es un conocimiento falso ni engañoso, con tal de que conozcamos cuáles son sus limitaciones y no queramos extrapolar los datos seguros con que contamos. El fundamento de nuestro conocer y hablar de Dios es que “todas las criaturas poseen una cierta semejanza con Dios, muy especialmente el hombre creado a imagen y semejanza de Dios” (Ibidem, n. 41). Al igual que un buen conocedor, contemplando y examinando una obra de arte, es capaz, por la técnica y por el estilo, de determinar quién es el artista; así también hay un rastro, unos indicios que permiten conocer al Hacedor de nuestro mundo y de nosotros mismos. Nuestras producciones humanas técnicas, artísticas y organizativas son también reflejo de la suma inteligencia y poder de quien nos hizo. Para cualquier hombre que busque sinceramente la verdad hay en su razón natural una real capacidad de conocer a Dios, “pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor” (Libro de la Sabiduría 13, 5).
Debemos, sin embargo, reconocer nuestra limitación. A Dios no le vemos: no es objeto de nuestra experiencia común ni científica. Tenemos que guiarnos por indicios nada más. Y no pretender, por impaciencia o por racionalismo, que poseemos de Él un conocimiento acabado o satisfactorio. “Dios trasciende toda criatura. Es preciso, pues, purificar sin cesar nuestro lenguaje de todo lo que tiene de limitado, de expresión por medio de imágenes, de imperfecto, para no confundir al Dios <<inefable, incomprehensible, invisible, inalcanzable>> (…) con nuestras representaciones humanas. Nuestras palabras humanas quedan siempre más acá del Misterio de Dios” (Catecismo…, n. 42).
Tenemos pues la satisfacción de la certeza y la insatisfacción de la limitación. “Al hablar así de Dios, nuestro lenguaje se expresa ciertamente de modo humano, pero capta realmente a Dios mismo, sin poder, no obstante, expresarle en su infinita simplicidad” (Ibidem, n. 43). El Concilio ecuménico IV de Letrán se expresa a este respecto con modesta sobriedad, señalando que “entre el Creador y la criatura no se puede señalar una semejanza tal que la diferencia entre ellos no sea todavía mayor”. Y un egregio filósofo y teólogo como Santo Tomás de Aquino tiene que reconocer que “nosotros no podemos captar de Dios lo que El es, sino solamente lo que no es y cómo los otros seres se sitúan con respecto a El” (Suma contra los gentiles I, 30).
Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)