El hombre que está en camino experimenta la inseguridad de su vida y se acoge por la esperanza al apoyo y ayuda de Dios. El temor de Dios (reverencia de buen hijo) es uno de los dones del Espíritu Santo, pero quedaría imposibilitado por una ingenua presunción.
El afán por una excesiva seguridad o comodidad revela los miedos que se tratan de espantar. La sociedad de consumo, con su falta de recursos morales, no logra eliminar los miedos, sino que los aumenta. “Es cierto que en algunos lugares se produjo una «desertificación» espiritual, fruto del proyecto de sociedades que quieren construirse sin Dios o que destruyen sus raíces cristianas. (…) Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza” (Papa FRANCISCO. Exhort. Apost. Evangelii gaudium, n. 86).
La oración, lenguaje de esperanza
Es bien conocido que la oración, especialmente la petición, es el lenguaje de la esperanza. Pero si hay desesperanza se piensa que la oración no sirve, no es eficaz. Es una actitud pesimista. Y si hay presunción se juzga que es superflua, lo cual es un falso optimismo. Desesperanza y presunción son ambas enemigas de la oración. Para mantenerse en la esperanza hace falta la oración: Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer, enseña el Evangelio.
Por la esperanza tenemos confianza en la justicia divina pero también y sobre todo en su misericordia. Por eso es menos dañina la presunción que la desesperación: “es más propio de Dios tener misericordia y perdonar que castigar, a causa de su infinita bondad. Pues aquello le corresponde en Sí y esto por causa de nuestros pecados” (SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma teológica II-II, q. 21, a. 2). El hombre que está en camino experimenta la inseguridad de su vida y se acoge por la esperanza al apoyo y ayuda de Dios. El temor de Dios (reverencia de buen hijo) es uno de los dones del Espíritu Santo, pero quedaría imposibilitado por una ingenua presunción.
Sentir temor es natural
No es malo sentir temor, sino perfectamente natural. Sería una ingenuidad aparentar que nada es temible. Como decretar que todo es bueno y amable, que todo saldrá bien, porque sí. Es la pretensión de un optimismo superficial, que no ha profundizado en la realidad de los males que aquejan al hombre, a veces con terrible fuerza. Tampoco se ajusta a la realidad la rigidez artificial del estoicismo: existen los males, pero yo soy inmune a ellos por mi fortaleza o por mi indiferencia; poco eficaces ante la concreta mordida del mal (Cfr. PIEPER, J. Las virtudes fundamentales. 2ª ed. Madrid: Rialp, 1980, pp. 369-413).
Es naturalmente humano experimentar temor ante lo que de suyo es temible. Ser impasible no es ser valiente: El temor es pecado en tanto en cuanto se opone al orden de la razón, afirma Santo Tomás. Hay un temor bueno, en cuanto que se huye del mal: El sabio siente temor y se aparta del mal, enseña un salmo. El llamado temor de Dios no es solamente respeto y veneración hacia Él, sino que se refiere al mal que se busca evitar porque nos aparta del verdadero bien.
Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmaIl.com)