Respecto a la vida de Cristo, los artículos del Credo nos hablan solamente de la Encarnación (concepción y nacimiento) y de la Pascua (pasión, crucifixión, muerte, sepultura, descenso a los infiernos, resurrección, ascensión). Es lógico, ya que el Credo es solamente un resumen de la fe cristiana de todos los tiempos: desde el siglo I hasta nuestros días, y de ahí en adelante.
Precisamente alrededor de los misterios de Navidad y Pascua se constituye el ciclo anual de la Liturgia, en que conmemoramos y revivimos la vida entera de Jesucristo.
Los Evangelios nos relatan diversos acontecimientos de su vida oculta y de su vida pública, pero solamente algunos de ellos: aquellos que son necesarios para nuestra fe y nuestra vida cristiana, sin dar pábulo a la curiosidad humana, con una encantadora sencillez. El misterio de Cristo se nos revela a través de unos hombres de la primera generación cristiana, que inspirados por el Espíritu Santo nos manifestaron todo y sólo lo que necesitamos saber. “Desde los pañales de su natividad (Lucas 2, 7) hasta el vinagre de su Pasión (cf Mateo 27, 48) y el sudario de su resurrección (cf Juan 20, 7), todo en la vida de Jesús es signo de su Misterio. A través de sus gestos, sus milagros y sus palabras, se ha revelado que «en él reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Colosenses 2, 9). Su humanidad aparece así como el «sacramento», es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 515).
Hay unos rasgos comunes a todos los aspectos del Misterio de Jesús. En primer lugar toda su vida es Revelación de Dios Padre a los hombres: sus palabras y sus obras, su modo de proceder, lo que habla y lo que calla, su cumplimiento esmerado de la voluntad divina, el amor que nos manifiesta: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Juan 14, 9).
Además toda la vida de Jesucristo constituye un Misterio de Redención, que se manifiesta especialmente por su pasión y muerte en la cruz, pero que está presente a lo largo de toda su vida terrena: la voluntaria pobreza y el trabajo ordinario, su obediencia a la Ley antigua, sus palabras de vida, las curaciones y expulsiones de demonios, su gloriosa Resurrección que es preludio y causa de la nuestra.
La vida de Cristo es también Misterio de Recapitulación. “Todo lo que Jesús hizo, dijo y sufrió, tuvo como finalidad restablecer al hombre caído en su vocación primera: Cuando se encarnó y se hizo hombre, recapituló en sí mismo la larga historia de la humanidad procurándonos en su propia historia la salvación de todos, de suerte que lo que perdimos en Adán, es decir, el ser imagen y semejanza de Dios, lo recuperamos en Cristo Jesús (…). Por lo demás, ésta es la razón por la cual Cristo ha vivido todas las edades de la vida humana, devolviendo así a todos los hombres la comunión con Dios” (Catecismo…, n. 518).
La riqueza del Misterio de Cristo es para todos y cada uno de los hombres. Él no vivió para sí mismo, sino para nosotros, desde que se encarnó «por nosotros los hombres y por nuestra salvación» hasta que murió «por nuestros pecados» (1 Corintios 15, 3) y resucitó «para nuestra justificación» (Romanos 4, 25). Después de su Ascensión a los cielos «es nuestro abogado cerca del Padre» (1 Juan 2, 1), «estando siempre vivo para interceder en nuestro favor» (Hebreos 7, 25). Por eso es preciso que nosotros participemos, como cristianos, en el Misterio de la vida de Cristo. Él es nuestro modelo. Esta consideración tiene una gran importancia, hasta el punto de que toda la vida cristiana puede ser considerada como una verdadera imitación de Cristo. Los hombres aprendemos imitando lo que nos parece digno de imitación, y no sólo cuando somos todavía niños. Los adultos también tratamos de incorporar a la propia vida todo aquello que nos parece verdadero y bueno de otras personas. Y sólo Jesucristo es perfecto hombre; todos los demás tenemos abundantes defectos. Él nos invita a ser sus discípulos y seguirle, en el amor a nuestro Padre Dios y por Él a nuestros hermanos. El Concilio Vaticano II afirmó con fuerza: “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre” (Const. Gaudium et spes, n. 22). Y esa unión, por el don de la gracia asentada en el alma del cristiano, nos impulsa a seguirle de cerca, como cristianos coherentes, con la fe y también con las palabras y con las obras.
Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)