Ésta es la pregunta que se hace San Anselmo de Canterbury, dando con ella título a una de sus obras más conocidas, acerca de la Encarnación del Hijo de Dios y de la Redención de los hombres.
Los teólogos se han preguntado a menudo sobre las razones y la conveniencia de la Encarnación, y se han planteado si ésta hubiera tenido lugar en el caso de que el hombre no hubiera pecado, en razón de la plenitud y reinado de Jesucristo sobre toda la creación. De todos modos esto no hace sino proponer un supuesto hipotético, ya que de hecho e históricamente el hombre pecó. Podemos conocer con certeza lo que ocurrió, no tanto lo que hubiera ocurrido en el caso de que no hubiera acontecido una tal desgracia. Es lo que la fe cristiana confiesa con el Credo Niceno-Constantinopolitano: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre”. Se enuncia así, en pocas y directas palabras, el motivo principal de que el Hijo de Dios se haya hecho hombre.
Podemos preguntarnos, más en detalle, por el significado de esta afirmación principal de la fe cristiana. Y responder que el Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: “Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4, 10). Tal como comenta San Gregorio de Nisa: “Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador” (Or. catech. 15).
Hay otra razón de suma importancia: “El Verbo se encarnó para que conociésemos así el amor de Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 458). Así lo expresa claramente el evangelista San Juan: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Juan 4, 9); “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16). Para persuadirnos del inmenso amor que Dios tiene por los hombres es muy importante reflexionar despacio en la realidad de la Encarnación y Redención. Dios nos ama, a cada uno de nosotros. No estamos solos. No estamos nunca dejados de la mano de Dios.
Para nuestra búsqueda del bien necesitamos un paradigma, un ejemplar de vida virtuosa. Los hombres aprendemos no sólo escuchado o leyendo, sino sobre todo imitando. Y “El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad” (Catecismo…, n. 459). No sólo las palabras, sino la vida entera de Jesucristo es un ejemplo vivo: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11, 29); “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Juan 14, 6). La ley nueva del amor a los demás por Dios, en una verdadera donación de sí, encuentra en Cristo su ejemplar: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Juan 15, 12).
Con ello, además, nuestra condición humana es elevada hasta límites insospechados: el Verbo se encarnó para hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1, 4). Con expresión audaz dice San Atanasio: “Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios”. Y con no menos atrevimiento afirma Santo Tomás de Aquino esta sublime verdad: “El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”. No es una divinización autosuficiente, soberbia, que el hombre pudiera llevar a cabo con sus solas fuerzas, sino una iniciativa de Dios a nuestro favor.
Nos encontramos así ante un profundo misterio, que nos afecta en lo más vivo. San Juan (1, 14) lo expresa diciendo que “El Verbo se encarnó”. Y “la Iglesia llama «Encarnación» al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación” (Catecismo…, n. 461). Tal como escribió San Pablo a los Filipenses (2, 5-8), siendo Dios se humilló tomando forma humana, obedeciendo el plan amoroso del Padre para nuestra redención hasta la muerte de cruz, y recibiendo en consecuencia la exaltación y el reinado sobre todo el universo.
La fe cristiana afirma que el Hijo de Dios se encarnó verdaderamente. Ello es un claro signo distintivo suyo: “Podéis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios” (1 Juan 4, 2). Una de las primeras herejías fue el docetismo, que pretendía que la encarnación fue solamente aparente, como si su realidad desmereciera de la dignidad divina. Sin embargo el misterio, en toda su grandeza, nos manifiesta la realidad del amor del Dios-Hombre hacia nosotros.