La vida de cada familia no viene encerrada en el círculo estrecho de su propia singularidad, sino que incide, positiva o negativamente, en el conjunto de la sociedad. “La familia posee vínculos vitales y orgánicos con la sociedad, porque constituye su fundamento y alimento continuo mediante su función de servicio a la vida. En efecto, de la familia nacen los ciudadanos, y éstos encuentran en ella la primera escuela de esas virtudes sociales, que son el alma de la vida y del desarrollo de la sociedad misma” (SAN JUAN PABLO II.Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 42).

Los miembros de una sociedad no son números de una estadística, sino personas concretas que deben ser tenidas en cuenta por sí mismas.”Las relaciones entre los miembros de la comunidad familiar están inspiradas y guiadas por la ley de la «gratuidad» que, respetando y favoreciendo en todos y cada uno la dignidad personal como único título de valor, se hace acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad desinteresada, servicio generoso y solidaridad profunda” (idem, n.43).

En las circunstancias actuales el aporte de las familias es especialmente importante para la entera sociedad; “de cara a una sociedad que corre el peligro de ser cada vez más despersonalizada y masificada, y por tanto inhumana y deshumanizadora, con los resultados negativos de tantas formas de «evasión» —como son, por ejemplo, el alcoholismo, la droga y el mismo terrorismo—, la familia posee y comunica todavía hoy energías formidables capaces de sacar al hombre del anonimato, de mantenerlo consciente de su dignidad personal, de enriquecerlo con profunda humanidad y de inserirlo activamente con su unicidad e irrepetibilidad en el tejido de la sociedad” (idem).

Hay una enorme potencialidad familiar para hacer el bien. “Las familias, tanto solas como asociadas, pueden y deben por tanto dedicarse a muchas obras de servicio social, especialmente en favor de los pobres y de todas aquellas personas y situaciones, a las que no logra llegar la organización de previsión y asistencia de las autoridades públicas” (idem).

A la vez hay necesidad de que las familias hagan valer su voz en los asuntos públicos. “La función social de las familias está llamada a manifestarse también en la forma de intervención política, es decir, las familias deben ser las primeras en procurar que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia” (idem, n. 44).

En efecto, “la sociedad, y más específicamente el Estado, deben reconocer que la familia es una «sociedad que goza de un derecho propio y primordial» y por tanto, en sus relaciones con la familia, están gravemente obligados a atenerse al principio de subsidiaridad. En virtud de este principio, el Estado no puede ni debe substraer a las familias aquellas funciones que pueden igualmente realizar bien, por sí solas o asociadas libremente, sino favorecer positivamente y estimular lo más posible la iniciativa responsable de las familias” (idem, n. 45).

El ideal de una franca colaboración entre la familia y la sociedad está, en muchos casos, bastante lejano. Por ello es necesario hacer valer los derechos de la familia:

  • a existir y progresar como familia, es decir, el derecho de todo hombre, especialmente aun siendo pobre, a fundar una familia, y a tener los recursos apropiados para mantenerla;
  • a ejercer su responsabilidad en el campo de la transmisión de la vida y a educar a los hijos;
  • a la intimidad de la vida conyugal y familiar;
  • a la estabilidad del vínculo y de la institución matrimonial;
  • a creer y profesar su propia fe, y a difundirla;
  • a educar a sus hijos de acuerdo con las propias tradiciones y valores religiosos y culturales, con los instrumentos, medios e instituciones necesarias;
  • a obtener la seguridad física, social, política y económica, especialmente de los pobres y enfermos;
  • el derecho a una vivienda adecuada, para una vida familiar digna;
  • el derecho de expresión y de representación ante las autoridades públicas, económicas, sociales, culturales y ante las inferiores, tanto por sí misma como por medio de asociaciones;
  • a crear asociaciones con otras familias e instituciones, para cumplir adecuada y esmeradamente su misión;
  • a proteger a los menores, mediante instituciones y leyes apropiadas, contra los medicamentos perjudiciales, la pornografía, el alcoholismo, etc.;
  • el derecho a un justo tiempo libre que favorezca, a la vez, los valores de la familia;
  • el derecho de los ancianos a una vida y a una muerte dignas;
  • el derecho a emigrar como familia, para buscar mejores condiciones de vida (idem, n. 46).

Es necesario que el mundo de nuestros días tenga lo que ha sido llamado un suplemento de alma, que le viene ofrecido por los valores familiares. “De este modo la familia cristiana está llamada a ofrecer a todos el testimonio de una entrega generosa y desinteresada a los problemas sociales, mediante la «opción preferencial» por los pobres y los marginados. Por eso la familia, avanzando en el seguimiento del Señor mediante un amor especial hacia todos los pobres, debe preocuparse especialmente de los que padecen hambre, de los indigentes, de los ancianos, los enfermos, los drogadictos o los que están sin familia (idem, n.47).

Está en marcha la consecución de una civilización del amor. “La familia cristiana, como «pequeña Iglesia», está llamada, a semejanza de la «gran Iglesia», a ser signo de unidad para el mundo y a ejercer de ese modo su función profética, dando testimonio del Reino y de la paz de Cristo, hacia el cual el mundo entero está en camino” (idem, n. 48).

 

rafaelbalbin@yahoo.es

Foto del avatar

Acerca de Rafael María de Balbin

Rafael María de Balbín Behrmann es Sacerdote, Doctor en Filosofía por la Universidad Lateranense de Roma y Doctor en Derecho por la Universidad de Navarra. Ha dictado conferencias y cursos sobre temas de Filosofía, Teología y Derecho y ha escrito numerosos artículos en la prensa diaria de Venezuela. Ha sido Capellán del Liceo Los Robles (Maracaibo), de La Universidad del Zulia (Maracaibo) y de la Universidad Monteávila (Caracas) y Asesor del Concilio Plenario de Venezuela. Así como Director del Centro de Altos Estudios de la Universidad Monteávila.