Después de su Resurrección, Jesucristo se apareció en repetidas ocasiones a sus discípulos. Su cuerpo resucitado tenía ya propiedades gloriosas, nuevas y sobrenaturales. Pero durante cuarenta días conversará familiarmente con ellos, comerá y beberá, mostrándoles con ello su plena y real humanidad.
“La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (cf Hechos de los Apóstoles 1, 9) y por el cielo (cf Lucas 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (cf Marcos 16, 19; Hechos de los Apóstoles 2, 33; Salmo 110, 1)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 659).
Aún veladamente ostenta su gloria, antes de la Ascensión a los cielos, tal como aparece en sus palabras a María Magdalena: “Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan20, 17). Sólo después de la Ascensión su exaltación gloriosa será completa. Ningún hombre puede llegar al cielo sólo con sus fuerzas humanas: “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Juan 3, 13). Para poder participar de la vida y de la felicidad de Dios, Cristo nos abre el camino, “ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino” (Misal romano, Prefacio de la Ascensión).
La elevación de Cristo en el patíbulo de la Cruz ha sido el inicio de su triunfo y de su elevación a los cielos: “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Juan12, 32). “Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no «penetró en un Santuario hecho por mano de hombre…, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios a favor nuestro» (Hebreos 9, 24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. «De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Hebreos 7, 25)” (Catecismo…, n. 662).
Desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: “Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada” (SAN JUAN DAMASCENO, De fide ortodoxa 4, 2).
Con ello se inicia el reino del Mesías, tal como estaba profetizado desde antiguo, acerca del Hijo del hombre: “A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Daniel 7, 14). Los Apóstoles serán testigos y propagadores del “Reino que no tendrá fin” (Símbolo de Nicea-Constantinopla).
“Queda tanto por hacer. ¿Es que, en veinte siglos, no se ha hecho nada? En veinte siglos se ha trabajado mucho; no me parece ni objetivo, ni honrado, el afán de algunos por menospreciar la tarea de los que nos precedieron. En veinte siglos se ha realizado una gran labor y, con frecuencia, se ha realizado muy bien. Otras veces ha habido desaciertos, regresiones, como también ahora hay retrocesos, miedo, timidez, al mismo tiempo que no falta valentía, generosidad. Pero la familia humana se renueva constantemente; en cada generación es preciso continuar con el empeño de ayudar a descubrir al hombre la grandeza de su vocación de hijo de Dios, es necesario inculcar el mandato del amor al Creador y a nuestro prójimo” (SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ. Es Cristo que pasa, n. 121).
La Ascensión del Señor a los cielos nos sugiere un horizonte de eternidad: “el Cristo que nos anima a esta tarea en el mundo nos espera en el Cielo (…). Cuidemos, sin embargo, de no interpretar la Palabra de Dios en los límites de estrechos horizontes. El Señor no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos, esperando sólo la consolación en el más allá. Dios nos quiere felices también aquí, pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad, que sólo Él puede colmar enteramente (…) . Cristo nos espera. «Vivimos ya como ciudadanos del cielo» (Filipenses 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios. Perseveremos en el servicio de nuestro Dios, y veremos cómo aumenta en número y en santidad este ejército cristiano de paz, este pueblo de corredención” (Es Cristo que pasa, n. 126).