HAY UN MOTIVO

Un famoso filósofo de nuestro tiempo ha afirmado que la pregunta más importante y radical que nos podemos hacer es la siguiente: «¿Por qué el ser, y no más bien la nada?».

Dicho con otras palabras: ¿Hay algún motivo, razón o explicación para que exista el universo visible, cuya riqueza y perfección la ciencia está solamente comenzando a atisbar? ¿Cómo se explica la vida y su prodigiosa variedad en el mundo vegetal y animal? ¿De dónde procede el ser humano, persona inteligente y libre?

            La Biblia comienza por unas palabras altamente reveladoras: “En el principio Dios creó el cielo y la tierra” (Génesis 1, 1). Con ello se indica que el Dios eterno ha dado principio a todo cuanto existe además de Él (hay que tener en cuenta que la expresión hebrea de el cielo y la tierra expresa la totalidad de las realidades existentes). Esta revelación bíblica viene complementada por numerosos textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que manifiestan la acción creadora de Dios Padre, por su Hijo que es la Sabiduría personal de Dios: “En Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra (…); todo fue creado por Él y para Él, Él existe con anterioridad a todo y todo tiene en Él su consistencia” (Colosenses 1, 16-17). A la vez el Credo de Nicea-Constantinopla afirma que la tercera Persona divina, el Espíritu Santo es “dador de vida” y el himno litúrgico Veni, Creator Spiritus le llama “Espíritu Creador”. San Ireneo de Lyon recoge ya en el siglo II la Tradición cristiana, cuando asevera: “Sólo existe un Dios…: es el Padre, es Dios, es el Creador, es el Autor, es el Ordenador. Ha hecho todas las cosas por sí mismo (…), por el Hijo y el Espíritu” que son como “sus manos”.

            ¿Existe un motivo para esta acción creadora? Ciertamente. El Concilio Vaticano I lo expresó diciendo que: “El mundo ha sido creado para la gloria de Dios”. ¿Qué se entiende con esta expresión tradicional? Que el motivo de la creación no es ajeno a Dios mismo, no está subordinado a nada ni a nadie, sino que encuentra sus raíces en su propia sabiduría y amor. Tal como escribió bellamente Santo Tomás de Aquino: “Abierta su mano con la llave del amor surgieron las criaturas”. Es un motivo plenamente generoso y desinteresado. Hablando con propiedad Dios no ganaba nada al crearnos, ninguna perfección que no tuviera ya; en cambio nosotros lo ganábamos todo. Con palabras del aludido Concilio: “En su bondad y por su fuerza todopoderosa, no para aumentar su bienaventuranza, ni  para adquirir su perfección, sino para manifestarla por los bienes que otorga a sus criaturas, el solo verdadero Dios, en su libérrimo designio, en el comienzo del tiempo, creó de la nada a la vez una y otra criatura, la espiritual y la corporal”.

            Ese es el motivo de la creación: “La gloria de Dios consiste en que se realice esta manifestación y esta comunicación de su bondad para las cuales el mundo ha sido creado (…). El fin último de la creación es que Dios, Creador de todos los seres, se hace por fin «todo en todas las cosas» (1 Corintios 15, 28), procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 294).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

CREADOR

“«En el principio, Dios creó el cielo y la tierra» (Génesis 1, 1). Con estas palabras solemnes comienza la Sagrada Escritura. El Símbolo de la fe las recoge confesando a Dios Padre Todopoderoso como «el Creador del cielo y de la tierra», «de todo lo visible y lo invisible»” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 279).Así como sólo nuestro Padre Dios es Todopoderoso, así también sólo Él es Creador. Cuando decimos de un hombre que es creador o que tiene mucha creatividad, lo hacemos en un sentido figurado. A Dios se debe el origen primero de todas las cosas, que culminará con la creación y santificación del hombre, y el Reinado de Cristo sobre todo el universo. Por eso las lecturas de la Vigilia Pascual, en que se celebra la resurrección y con ella el triunfo de Jesucristo, comienzan con el relato de la creación.

            Estamos aquí ante una verdad fundamental de la fe cristiana. Hay una difundida mentalidad de considerar sólo en superficie la realidad que nos circunda, y esperar de las fuerzas humanas la explicación de la vida y la solución a sus problemas. El progreso científico-experimental y tecnológico, si es mal asimilado, propicia una pretenciosa declaración de autosuficiencia por parte del hombre, y una falta de percepción de sus radicales limitaciones. “La catequesis sobre la Creación reviste una importancia capital. Se refiere a los fundamentos mismos de la vida humana y cristiana: explicita la respuesta de la fe cristiana a la pregunta básica que los hombres de todos los tiempos se han formulado: «¿De dónde venimos?» «¿A dónde vamos?» «¿Cuál es nuestro origen?» «¿Cuál es nuestro fin?» «¿De dónde viene y a dónde va todo lo que existe?». Las dos cuestiones, la del origen y la del fin, son inseparables. Son decisivas para el sentido y la orientación de nuestra vida y de nuestro obrar” (Catecismo…, n. 282).

            Las investigaciones científicas acerca de los orígenes del mundo y del hombre revisten un gran interés. Ellas enriquecen nuestro conocimiento del cosmos, de las formas de vida, de la aparición del hombre. Nos muestran la grandeza admirable del poder divino y a la vez de la inteligencia con la que Dios ha dotado al hombre; tal como afirma el libro de la Sabiduría (7, 17-21): “Fue Él quien me concedió el conocimiento verdadero de cuanto existe, quien me dio a conocer la estructura del mundo y las propiedades de los elementos (…) porque la que todo lo hizo, la Sabiduría, me lo enseñó”.

            El interés por estas cuestiones no es solamente científico-experimental, sino que atañe al sentido total del universo: azar u orden inteligente, necesidad ciega o sabiduría y bondad de Dios, prevalencia del bien o del mal. Además de los antiguos mitos religiosos sobre los orígenes del mundo, encontramos también tesis filosóficas que se oponen a la verdad revelada de un Dios Creador. Así la confusión del mundo con Dios (panteísmo), la afirmación de dos principios supremos del bien y del mal que pugnan entre sí (dualismo, maniqueísmo, gnosticismo), la independencia del mundo con respecto a un Dios lejano (deísmo), la reducción del universo a una materia eterna y autosuficiente (materialismo).

            La razón humana tiene capacidad de llegar por sus solas fuerzas a la existencia de un Dios Creador. Pero afectada por el pecado, la ignorancia y el error, históricamente sólo conoció esta verdad gracias a la revelación divina: “Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, de manera que lo que se ve resultase de lo que no aparece” (Carta a los hebreos 11, 3).

            En efecto, Dios reveló paulatinamente a los hombres el misterio de la creación: Él es el único Dios que “hizo el cielo y la tierra” (Salmo 115, 15). La revelación del Creador va unida a la Alianza de Dios con los hombres, expresión de su amor y solicitud hacia nosotros. Los tres primeros capítulos del Génesis, el mensaje de los profetas, las invocaciones de los salmos, dan a conocer ya en el Antiguo Testamento el origen y fin del universo y del hombre, el drama del pecado y la esperanza de la salvación.

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

FIARSE

Nos fiamos de una persona cuando creemos lo que nos dice, asentimos a sus afirmaciones, le otorgamos crédito o confianza. Ésta es una condición importante para la adquisición de conocimientos y aun para todo el desarrollo de la vida humana.

“El hombre no ha sido creado para vivir solo. Nace y crece en una familia para insertarse más tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree” (S. JUAN PABLO II. Enc. Fides et ratio, n. 31). Algunas de ellas son puestas en tela de juicio: “el crecimiento y la maduración personal implican que estas mismas verdades puedan ser puestas en duda y discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del pensamiento. Esto no quita que, tras este paso, las mismas verdades sean <<recuperadas>> sobre la base de la experiencia llevada que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo” (Ibidem).

            La fe humana tiene una función sumamente importante en la vida de toda persona, por muy crítica o autosuficiente que se considere: “las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal. En efecto, ¿quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿Quién podría controlar por su cuenta el flujo de informaciones que día a día se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan en línea de máxima como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por los cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de la religiosidad de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues tambiénaquél que vive de creencias” (Ibidem).

            Al igual que otros hombres nos hablan, Dios también lo ha hecho, se ha manifestado por medio de su Revelación: “Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor y mora en ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (Conc. VATICANO II. Const. Dei Verbum, n. 2). Si es razonable fiarse de las palabras de un buen amigo, mucho más razonable es fiarse de las palabras que Dios nos dirige. “La respuesta adecuada a esta invitación es la fe” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 142). Se trata ya no de una fe meramente humana: el hombre se fía de Dios, asiente a lo que Éste le revela, somete su inteligencia y su querer a Dios, con la “obediencia de la fe” (cf. Romanos 1, 5; 16, 26).

            La Biblia hace el elogio del patriarca Abraham, “el padre de todos los creyentes” (Romanos 4, 11. 18; cf. Génesis 15, 5), que abandonó su tierra y parentela para poner enteramente el rumbo de su vida en las manos de Dios, hasta llegar a ofrendarle en sacrificio a su único hijo (cfr. Hebreos 11, 17). Cuando el Redentor viene a la tierra, “la Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que <<nada es imposible para Dios>> (Lucas 1, 37; cf. Génesis 18, 14) y dando su asentimiento: <<He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra>> (Lucas 1, 38)” (Catecismo…, n. 148).

            Hace falta creer para alcanzar la verdad: “el conocimiento por creencia, que se funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el hombre, creyendo, confía en la verdad que el otro le manifiesta” (Enc. Fides et ratio, n. 32). “La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida o otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos. No se ha de olvidar que también la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un diálogo confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos, quienes consideraban la amistad como uno de los contextos más adecuados para el buen filosofar” (Ibidem, n. 33).

            Todo esto tiene su realización más eminente con la fe en Dios. Fiarse de Dios es lo más razonable y lo más confortante. “La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado (…); la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que El dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura” (Catecismo…, n. 150). Nuestro Padre Dios se nos ha revelado por medio de su Hijo Jesucristo, y el Espíritu Santo infunde en nosotros la luz de la fe (cf. Ibidem, n. 151-152).

Rafael María de Balbín

(rbalbin19@gmail.com)

PALABRAS VERDADERAS

El lenguaje humano es signo a la vez de nuestra pobreza y de nuestra riqueza. De nuestra pobreza porque de ordinario las palabras se quedan cortas para expresar lo que un hombre lleva en su inteligencia y en su corazón.Y de nuestra riqueza porque gracias a las palabras expresamos nuestros pensamientos y afectos, y nos comunicamos con los demás.

En su bondad Dios ha querido valerse del lenguaje humano para hablar con nosotros: “La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres” (Conc. VATICANO II, Const. Dei Verbum, n. 13). A través de las palabras de la Sagrada Escritura Dios Padre se nos da a conocer. Desde toda la eternidad El dice su Verbo, su única Palabra, de la que son trasunto todas las palabras reveladas, auténticas palabras de Dios. “Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y el Cuerpo de Cristo” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 103). En la Biblia la Iglesia encuentra su alimento y su fuerza, en la escucha y vivencia de las palabras de Dios.

         La Sagrada Biblia es un libro absolutamente singular, ya que las verdades que en ella se revelan han sido escritas por inspiración del Espíritu Santo. Ningún otro libro, por excelente que sea, goza de esta cualidad única: tener como autor al mismo Dios. “La santa madre Iglesia, fiel a la base de los apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia” (Conc. VATICANO II, Const. Dei Verbum, n. 11).

         Pero, ¿acaso esos libros no han sido escritos por hombres como nosotros: Moisés, David, Isaías, Mateo, Juan, Pablo? Ciertamente que sí, y el estilo y la personalidad de esos hombres quedan reflejados en lo que escribieron. Mas al escribir actuaron como instrumentos inteligentes y libres de Dios. Es un caso singular de cooperación humana a una acción divina. Y la inspiración bíblica confiere a los libros sagrados una importancia excepcional. “En la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería” (Ibidem). La inspiración del Espíritu Santo hizo que, pese a las limitaciones humanas de los escritores sagrados, éstos escribieran todo y sólo lo que Dios quería, de manera que en la Biblia nada sobra y nada falta de lo que Dios ha querido manifestarnos para nuestra salvación.

         Una consecuencia importante de la inspiración es la veracidad bíblica: en la Sagrada Escritura no hay errores, ni grandes ni pequeños, puesto que su autor es el mismo Dios, suma Verdad. “Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra” (Ibidem). Cuando una persona cualquiera, buscándole cinco pies al gato, afirma encontrar errores en el texto bíblico, no hace sino expresar su propia ignorancia, según el conocido dicho de que la ignorancia es atrevida.

         Y es que la palabra de Dios no es letra muerta: requiere la atenta apertura de la inteligencia humana, impulsada por el Espíritu Santo (cf. Catecismo…, n. 108).

Rafael María de Balbín

(rbalbin19@gmail.com)

CONSERVAR Y PROGRESAR

Cuando un objeto de valor se nos confía en depósito, estamos en el deber de conservarlo diligentemente. 

Algo así sucede en las verdades reveladas por Dios a los hombres, que, en expresión de San Pablo a Timoteo constituyen el depósito de la fe, contenido en la Tradición Apostólica y en la Sagrada Escritura y confiado por los Apóstoles al pueblo cristiano, presidido por sus pastores (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 84).

         Cuando la palabra de Dios oral o escrita es propuesta a los fieles cristianos, el Papa y los obispos unidos a él ejercitan una auténtica interpretación magisterial, en nombre de Jesucristo. Este Magisterio está plenamente al servicio de la palabra de Dios y del pueblo fiel. No quiso Dios que pudiéramos errar en asunto de tanta monta, y por ello asiste especialmente con su ayuda al Magisterio de los pastores. Cristo dijo a sus Apóstoles: “El que a vosotros escucha a mí me escucha” (Lucas 10, 16; cf. Conc. VATICANO II, Const. Lumen gentium, n. 20).

         La actitud de los fieles cristianos ha de ser, por tanto, la de una atenta y dócil escucha a la voz del Magisterio. Cuando éste define un dogma, precisa que aquella verdad ha sido revelada por Dios y puede creerse en ella con entera seguridad. Los dogmas son luces que iluminan el camino de la vida cristiana, y reciben la adhesión de la inteligencia y del corazón de los creyentes (cf. Catecismo…, n. 85-90). Solamente aquí hay espacio para los dogmas: en las opiniones humanas hay un ancho campo para la libertad, y nadie debe proponer como si fuera un dogma su particular pensar: sería un irrespeto tiránico a la conciencia de los demás.

         Es necesario aquí hacer una precisión: cuando hablamos de depósito no queremos aludir a una verdad estática, que viene ya dada y que corresponde a unos pocos: los pastores. “Todos los fieles tienen parte en la comprensión y en la transmisión de la verdad revelada. Han recibido la unción del Espíritu Santo que los instruye y los conduce a la verdad completa” (Catecismo…, n. 91). Y así: “La totalidad de los fieles (…) no puede equivocarse en la fe (…): cuando desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral” (Conc. VATICANO II, Const. Lumen gentium, n. 12). Hay una adherencia permanente a las verdades de la fe, en cuyo conocimiento se debe profundizar, a la par que se aplica éste cada día más plenamente a la vida” (cf. Ibidem).

         No hay, pues, un inmovilismo de los creyentes, sino la invitación a un progreso constante. El Espíritu Santo asiste a la Iglesia para que el conocimiento de la fe y su vivencia real no dejen de crecer. Ello se realiza cuando los fieles contemplan y estudian las verdades reveladas, meditan lo que leen, asimilan las enseñanzas del Magisterio, se esfuerzan a diario en vivir de acuerdo con el Evangelio (cf. Catecismo…, n. 94).

         No hay por qué atisbar supuestas contradicciones entre lo que Dios ha revelado y la enseñanza autorizada de los pastores por El designados. “La Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según su carácter, y bajo la guía del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas” (Conc. VATICANO II. Const. Dei Verbum, n. 10).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com

TRADICIÓN Y TRADICIONES

No es lo mismo la una que las otras. La gran Tradición (con mayúscula) es la que procede de los doce Apóstoles de Jesucristo y transmite desde entonces lo que el Espíritu Santo les hizo aprender de la vida y las enseñanzas de Jesús.

La primera generación de cristianos no tenía todavía la enseñanza escrita del Nuevo Testamento: sólo tenía la Tradición. Otra cosa son las tradiciones teológicas, disciplinares, de liturgia o de devoción, que han florecido en todas las épocas entre el pueblo cristiano. Aunque hayan nacido de la fe y la vida de los cristianos no constituyen por sí mismas una fuente de la Revelación divina, como en cambio sí que lo es la Tradición apostólica (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 83).

            Habiéndose revelado Dios a los hombres, quiso que las luces de esta Revelación pudieran llegar a todas las generaciones, sin merma ni adulteración. La transmisión del Evangelio comenzó por hacerse oralmente, y después también por escrito: “los Apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó”; “los mismos Apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo” (Conc. VATICANO II, Const. Dei Verbum, n. 7).

            La predicación de los Apóstoles de Cristo es continuada mediante la sucesión apostólica, ya que los ellos nombraron como sucesores suyos a los obispos, “dejándoles su cargo en el magisterio” (Ibidem); “la predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos” (Ibidem, n. 8).

            La Tradición es distinta de la Sagrada Escritura, aunque forma una unidad con ella. La Iglesia la conserva y la transmite a todas las edades, a través de su vida y enseñanza; asistida por el Espíritu Santo, “por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero” (Ibidem). La Tradición y la Sagrada Escritura son distintas, pero inseparables: “están íntimamente unidas y compenetradas. Porque surgiendo ambas de la misma fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin” (Ibidem, n. 9). A través de ellas Cristo acompaña y ayuda a los suyos.

            En la Revelación divina tiene gran relevancia el texto bíblico: “La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo” (Ibidem). Pero la Revelación divina no se manifiesta solamente en la Biblia, sino también en la Tradición; hasta tal punto que la inspiración divina de aquella y el catálogo de sus libros los conocemos gracias a la Tradición. Quienes no admiten la Tradición, deberían en buena lógica renunciar a creer en la Biblia y en sus enseñanzas. “La Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores; para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación” (Ibidem).

            El arte cristiano, los textos litúrgicos, los cánones de los Concilios y el testimonio de los Padres de la Iglesia nos han transmitido lo que todos los buenos cristianos han creído desde el principio, en todas partes y siempre. Los Padres de la Iglesia, que destacan por su antigüedad, santidad de vida y elevada doctrina, son los principales testigos de la Tradición apostólica.

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

REVELACIÓN POR ETAPAS

Cuando hay que manifestar una verdad difícil de entender y que compromete vitalmente a quien la conoce, parece prudente ir poco a poco, por etapas. Es lo que ha hecho Dios con la humanidad, desde los inicios de nuestra historia:

“Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo, da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas, y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además, personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio” (Conc. VATICANO II, Const. Dei Verbum, n. 3). Esta Revelación no se interrumpió por el pecado de Adán y Eva: Dios alimentó su esperanza con la promesa de la Redención y cuidó de los hombres procurando su salvación. La Alianza con Noé, después del diluvio, implica una alianza con todos los hombres, agrupados “según sus países, cada uno según su lengua, y según sus clanes” (Génesis 10, 5; cf. 10, 20-31). La humanidad no logra la concordia y unión por sí misma, sino que desemboca en la dispersión de Babel (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 55-58).

         Más tarde Dios hizo alianza con Abraham, para reunir a la humanidad, haciéndole “el padre de una multitud de naciones” (Génesis 17, 5). El pueblo que proviene de Abraham será el beneficiario de las promesas de Dios, pueblo elegido y raíz en la que serán injertados los que provengan del paganismo. Cuando los descendientes de Abraham se multiplicaron en Egipto, Dios los liberó de la esclavitud por medio de Moisés, estableció con ellos su Alianza en el Sinaí y les dio la Ley, conduciéndoles por fin a la tierra prometida. La esperanza de la salvación se mantiene viva por los profetas, en expectativa de una Alianza definitiva y universal con todos los hombres. Los profetas llaman al pueblo a la conversión y lo exhortan a ser fiel a la Alianza con Yahvé (cf. Catecismo…, nn. 59-64).

         Así llegamos a la etapa última y mejor, en que la Revelación de Dios culmina. “De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo” (Carta a los hebreos 1, 1-2). Esta nueva Revelación, que lleva consigo la nueva y eterna Alianza de Dios con los hombres tiene ya un carácter perfecto y definitivo. Bellamente lo expone San Juan de la Cruz: “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra…; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en El, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer cosa otra alguna o novedad” (Subida al Monte Carmelo 2, 22). En este sentido, tenemos ya todas las verdades necesarias para creer, obrar el bien y alcanzar la salvación. “La economía cristiana, por ser alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (Conc. VATICANO II, Const.Dei Verbum, n. 4). “Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos” (Catecismo…, n. 66). Las llamadas revelaciones privadas no son para mejorarcompletar la Revelación pública, sino para ayudar a que ésta se viva en tal o cual circunstancia histórica. La Iglesia ha desconfiado siempre de los iluminados, que pretenden enmendar la plana a lo que Dios mismo nos ha dicho (cf. Catecismo…, n. 67).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

CON UN LENGUAJE IMPERFECTO

“Me faltan las palabras…”. Es frecuente que nuestro pensamiento vaya más allá y más deprisa que nuestro hablar. Al fin y al cabo las palabras no son más que signos convencionales y toscos de nuestras ideas, que son mucho más ricas.

Y cuanto más elevado sea el pensamiento, más difícil nos resulta expresarlo adecuadamente. Sin embargo sentimos la acuciante necesidad de expresar y comunicar nuestras ideas a los demás. Con perseverancia de muchos siglos “la Iglesia expresa su confianza en la posibilidad de hablar de Dios a todos los hombres y con todos los hombres. Esta convicción está en la base de su diálogo con las otras religiones, con la filosofía y con las ciencias, y también con los no creyentes y los ateos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 39). Y ello a pesar de los prejuicios y de los malentendidos, de la imperfección de nuestro conocimiento de Dios y de la pobreza de nuestro lenguaje. “No podemos nombrar a Dios sino a partir de las criaturas, y según nuestro modo humano de conocer y de pensar” (Ibidem, n. 40).

El arte viene en ayuda de nuestro imperfecto lenguaje

         Pero nuestro conocimiento acerca de Dios tiene un sólido fundamento. Un conocimiento imperfecto no es un conocimiento falso ni engañoso, con tal de que conozcamos cuáles son  sus limitaciones y no queramos extrapolar los datos seguros con que contamos. El fundamento de nuestro conocer y hablar de Dios es que “todas las criaturas poseen una cierta semejanza con Dios, muy especialmente el hombre creado a imagen y semejanza de Dios” (Ibidem, n. 41). Al igual que un buen conocedor, contemplando y examinando una obra de arte, es capaz, por la técnica y por el estilo, de determinar quién es el artista; así también hay un rastro, unos indicios que permiten conocer al Hacedor de nuestro mundo y de nosotros mismos. Nuestras producciones humanas técnicas, artísticas y organizativas son también reflejo de la suma inteligencia y poder de quien nos hizo. Para cualquier hombre que busque sinceramente la verdad hay en su razón natural una real capacidad de conocer a Dios, “pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor” (Libro de la Sabiduría 13, 5).

         Debemos, sin embargo, reconocer nuestra limitación. A Dios no le vemos: no es objeto de nuestra experiencia común ni científica. Tenemos que guiarnos por indicios nada más. Y no pretender, por impaciencia o por racionalismo, que poseemos de Él un conocimiento acabado o satisfactorio. “Dios trasciende toda criatura. Es preciso, pues, purificar sin cesar nuestro lenguaje de todo lo que tiene de limitado, de expresión por medio de imágenes, de imperfecto, para no confundir al Dios <<inefable, incomprehensible, invisible, inalcanzable>> (…) con nuestras representaciones humanas. Nuestras palabras humanas quedan siempre más acá del Misterio de Dios” (Catecismo…, n. 42).

         Tenemos pues la satisfacción de la certeza y la insatisfacción de la limitación. “Al hablar así de Dios, nuestro lenguaje se expresa ciertamente de modo humano, pero capta realmente a Dios mismo, sin poder, no obstante, expresarle en su infinita simplicidad” (Ibidem, n. 43). El Concilio ecuménico IV de Letrán se expresa a este respecto con modesta sobriedad, señalando que “entre el Creador y la criatura no se puede señalar una semejanza tal que la diferencia entre ellos no sea todavía mayor”. Y un egregio filósofo y teólogo como Santo Tomás de Aquino tiene que reconocer que “nosotros no podemos captar de Dios lo que El es, sino solamente lo que no es y cómo los otros seres se sitúan con respecto a El” (Suma contra los gentiles I, 30).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

EL NIÑO CRECÍA…

Al octavo día de su nacimiento Jesús fue circuncidado, siguiendo la prescripción de la Ley, señal de la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel. 

No quiso eximirse de este cumplimiento, que pertenecía a un orden ya caduco. Al cabo de un tiempo es su Epifanía, manifestación a los paganos, cuando es adorado por un magos venidos de Oriente (Mateo 2, 1). Es como un  anticipo de la futura propagación universal del Evangelio, entre gentes de todas las razas, culturas, naciones y tiempos. Las promesas y la Alianza de Dios con los israelitas van a hacerse extensivas a toda la humanidad.

         A los cuarenta días de la Navidad Jesús es presentado en el Templo, tal como también la Antigua Ley establecía que se hiciera con el hijo primer nacido. Allí el anciano Simeón lo reconoce como el Mesías anunciado por los profetas, que será luz de las naciones y gloria de Israel, a la vez que signo de contradicción. “La espada de dolor predicha a María anuncia otra oblación, perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación que Dios ha preparado ante todos los pueblos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 529).

         Cuando el rey Herodes ordena matar a todos los niños inocentes de Belén y sus alrededores, Jesús tiene que huir a Egipto, llevado por José y por María. Es la persecución y el sufrimiento que le acompañarán a lo largo de toda su vida, encaminada totalmente a nuestra salvación. Cuando regresa de Egipto, como antaño Moisés, lo hace para liberar también a su pueblo: pero éste son ya todos los hombres, y la liberación no es simplemente de la esclavitud del faraón, sino del pecado y de la muerte eterna.

         En Nazaret vivió los largos años de lo que se ha llamado la vida oculta, pero no porque Jesús ocultara nada, sino por la perfecta naturalidad que la caracteriza, y hace que su misión pasa desapercibida, por el momento, a sus coterráneos. ¡Qué gran importancia tiene la vida ordinaria y cotidiana de tantos y tantos millones de personas, desde que el Hijo de Dios hecho hombre, quiso asumirla como parte de su misión redentora! “Jesús compartió, durante la mayor parte de su vida, la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios (cf Gálatas 4, 4), vida en la comunidad. De todo este período se nos dice que Jesús estaba «sometido» a sus padres y que «crecía en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lucas 2, 51-52)” (Catecismo…, n. 531). Se entiende que este crecimiento, este perfeccionamiento paulatino se refiere a su humanidad, puesto que en cuanto Dios Cristo es perfecto y no hay crecimiento posible.

         Jesús vino a la tierra a cumplir en todo la voluntad de su Padre celestial y a redimirnos del pecado a través del amor y de la obediencia. “Con la sumisión a su madre, y a su padre legal, Jesús cumple con perfección el cuarto mandamiento. Es la imagen temporal de su obediencia filial a su Padre celestial. La sumisión cotidiana de Jesús a José y a María anunciaba y anticipaba la sumisión del Jueves Santo: «No se haga mi voluntad…» (Lucas 22, 42). La obediencia de Cristo en lo cotidiano de la vida inauguraba ya la obra de restauración de lo que la desobediencia de Adán había destruido (cf Romanos 5, 19)” (Catecismo…, n. 532).

         La consideración de la vida oculta de Jesús permite a todos los cristianos apreciar el valor que tiene, a los ojos de Dios, la sucesión de acontecimientos ordinarios que forman la trama de la vida del hombre común. Tal como lo expresaba el Papa S. Pablo VI en Nazaret (Discurso, 5 enero 1964): “Nazaret es la escuela donde se comienza a entender la vida de Jesús: la escuela del Evangelio… Una lección de silencio ante todo. Que nazca en nosotros la estima del silencio, esta condición del espíritu admirable e inestimable… Una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe lo que es la familia, su comunión de amor, su austera y sencilla belleza, su carácter sagrado e inviolable… Una lección de trabajo. Nazaret, oh casa del «Hijo del Carpintero», aquí es donde querríamos comprender y celebrar la ley severa y redentora del trabajo humano…; cómo querríamos, en fin, saludar aquí a todos los trabajadores del mundo entero y enseñarles su gran modelo, su hermano divino”.

         El trabajo diario, desde el momento en que fue asumido por Cristo, adquiere una relevancia muy especial en la vida de todo hombre o mujer que busquen hacer de su vida algo que valga la pena a los ojos de Dios. “Todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la Voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina- y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Deiopus Dei” (San JOSEMARÍA ESCRIVÁ. Conversaciones, n. 10).

         El último episodio de aquellos años de vida ordinaria es el que narra San Lucas (2, 41-52) del hallazgo de Jesús en el Templo de Jerusalén por María y José. Allí Jesús les manifiesta con toda claridad su total dedicación a la misión salvadora encomendada por su Padre, más allá de todos los lazos de afecto familiar y de obediencia humana: «¿No sabíais que me debo a los asuntos de mi Padre?”. Y aunque ellos en un primer momento no comprendieron, lo aceptaron con aquella fe con la que María «conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón».

Rafael María de Balbín

(rbalbin19@gmail.com)

NACIÓ EL REDENTOR

“Para dar al mundo la paz; paz y ventura, ventura y paz”. Con letras sencillas y melodías alegres, el pueblo cristiano expresa su júbilo por la venida de Jesucristo a la tierra, como Redentor del hombre

         “Para dar al mundo la paz; paz y ventura, ventura y paz”. Con letras sencillas y melodías alegres, el pueblo cristiano expresa su júbilo por la venida de Jesucristo a la tierra, como Redentor del hombre. Pese a todas nuestras deficiencias, pecados y errores hay en nuestros corazones nostalgias de infinito. Y quizás alguna vez nos hemos dirigido al Redentor, rechazando falsas soluciones, con las palabras de Simón Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Juan 6, 68).

Lienzo atribuido a Alonso Cano

         En el primer capítulo del Génesis, al término de cada etapa de la creación, expresa el escritor sagrado: “Y vio Dios que era bueno”. Vivimos en un mundo que Dios hizo bueno, pero que por el pecado vino a menos. Tenemos tantas veces anhelos buenos y realidades malas: necesitamos ser liberados, salvados, redimidos; “la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto; (…) está esperando la manifestación de los hijos de Dios” (Romanos 8, 19.22). Merced a la Encarnación del Hijo de Dios podemos conocer y lograr nuestras mejores posibilidades, y sin Él pasarían ocultas e inaccesibles. 

“En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Ibidem 5, 14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Conc. VATICANO II.  Const. Gaudium et spes, n. 22).

 En vísperas del comienzo del tercer milenio de la nueva era, la era cristiana, el Papa S. Juan Pablo II nos invitaba a dirigir nuestras miradas a Jesucristo, “Verbo del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo. Es necesario destacar el carácter claramente cristológico del Jubileo, que celebrará la Encarnación y la venida al mundo del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el género humano” (Carta Apost. Tertio Millennio adveniente, n. 40).

         Dirigir nuestras miradas a Jesucristo es acercarnos al misterio insondable de la vida y los designios divinos. “Él, que es imagen de Dios invisible (Colosenses 1, 15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En Él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado” (Conc. VATICANO II. Const. Gaudium et spes, n. 22).

         Tenemos, pues, sobrados motivos, para alegrarnos por el nacimiento del Redentor del hombre. Nos alegramos cada año en la Navidad, y  celebramos con júbilo un nuevo aniversario de ese acontecimiento. “Pastor o mago, nadie puede alcanzar a Dios aquí abajo sino arrodillándose ante el pesebre de Belén y adorando a Dios escondido en la debilidad de un niño” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 563). Quiera Dios que nuestro acercamiento personal a la figura de Jesucristo nos permita conocerle mejor, tratarle con mayor amistad, quererle y seguirle con mayor eficacia.

Rafael María de Balbín

(rbalbin19@gmail.com)