JESÚS E ISRAEL

El Catecismo de la Iglesia Católica hace una interesante y matizada explicación de lo que significó la figura de Jesucristo para muchos de sus contemporáneos y a la vez de cómo precisamente Él nació, creció y desarrolló su misión universal de salvación a partir de un ambiente judío. 

Judíos ante el Muro de las Lamentaciones, único resto del Templo de Salomón

Desde los comienzos de su ministerio público encontró abundantes incomprensiones por parte de los dirigentes de Israel: fariseos, sacerdotes, escribas, ancianos. Malinterpretan la expulsión de demonios, el perdón de los pecados, las curaciones en día de sábado, su familiaridad  con los publicanos y pecadores públicos (cf n. 574). Muchas de sus palabras y de sus obras fueron para ellos aquel signo de contradicción que había profetizado en el Templo el anciano Simeón (Lucas 2, 34). A los ojos de muchos Jesús parecía actuar contra las instituciones fundamentales del Pueblo elegido, tales como la obligatoriedad de la Ley y su interpretación oral, el carácter central del Templo de Jerusalén como lugar privilegiado del culto a Dios, la fe en el  Dios único cuya majestad es inaccesible.

            Sin embargo Jesús declaró expresamente que él no había venido a acabar la Ley de la Antigua Alianza, sino a darle toda la plenitud de su sentido: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una o un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido. Por tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores, y así lo enseñe a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; en cambio el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los cielos” (Mateo 5, 17-19). 

El cumplió la Ley como nadie, pues conocía enteramente su sentido. Los judíos más observantes no cumplían la Ley en su totalidad, y por eso en la fiesta anual de la Expiación pedían perdón por las transgresiones. Cristo cumple la Ley no sólo en  la letra, sino en  el espíritu, lejos del formalismo hipócrita y exteriorista que se había introducido en las escuelas rabínicas. “La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en El se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas (cf Mateo5, 1). Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva: «Habéis oído también que se dijo a los antepasados… pero yo os digo» (Mateo 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas «tradiciones humanas» (Marcos 7, 8) de los fariseos que «anulan la Palabra de Dios» (Marcos 7, 13). (…) Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no recibían su interpretación a pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba (cf. Juan 5, 36)” (Catecismo…, n. 581-582).

            Al igual que los profetas anteriores Jesús profesó al Templo el más profundo amor y veneración. En él fue presentado a los cuarenta días de su nacimiento, en él permaneció por tres días a la edad de doce años, a él peregrinó con ocasión de las grandes fiestas del judaísmo. El Templo es la casa de Dios, su Padre, casa de oración. De él expulsará a los mercaderes que lo profanaban: “No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado” (Juan 16, 17). En la inminencia de su Pasión Jesús profetizó la ruina del Templo, del que no quedaría piedra sobre piedra, como efectivamente sucedió a la letra años después. Ese anuncio sería deformado para ser utilizado en su contra por sus enemigos. Pero nada más lejos de la realidad que una supuesta hostilidad de Jesús hacia el Templo, donde expuso sus más fundamentales enseñanzas. Pero el Cuerpo de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, es el nuevo y verdadero Templo en que Dios habita. “Por eso su muerte corporal (cf Juan 2, 18-22) anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: «Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre» (Juan 4, 21)” (Catecismo…, n. 586).

            La misión redentora de Cristo, designio divino de salvación, rompía todos los estrechos esquemas humanos. El aceptó ser piedra de escándalo para las autoridades del Pueblo, tratando con afecto a los publicanos y pecadores, a despecho de los “que se tenían por justos y despreciaban a los demás” (Lucas 18, 9). Y afirmó: “No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores” (Lucas 5, 32). Jesús perdonó los pecados, y “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?” (Marcos 2, 7). Con ello, y con la fuerza probativa de sus milagros, se manifiesta como el verdadero Hijo de Dios. Sus afirmaciones son categóricas: “Antes que naciese Abraham, Yo soy” (Juan 8, 58); “El Padre y yo somos una sola cosa” (Juan 10. 30). Las promesas de Dios a su Pueblo se cumplen de manera tan sobreabundante, que es El mismo en persona el que viene a salvarnos. Y la abierta proclamación de la divinidad de Jesucristo será la causa concreta del rechazo y condena a muerte  por parte del Sanedrín, la más alta instancia político-religiosa de los judíos. En sus miembros concurren la ignorancia, la incredulidad y el endurecimiento del corazón (cf. Catecismo…, n. 591).

UNA CONVOCATORIA UNIVERSAL

Con frecuencia nos llegan demasiadas noticias malas, pero nos ha llegado una muy buena:     con la venida de Jesucristo a la tierra se anuncia la llegada del Reino de Dios a los hombres. Es una convocatoria universal, para todos los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos, a partir de su primer anuncio a los hijos de Israel. 

Para entrar en ese Reino es preciso acoger por la fe las enseñanzas de Jesús. El Reino será como una pequeña semilla que va germinando en el corazón de cada persona y crece con el impulso de la gracia divina en cada uno y en el entero conjunto de la humanidad.

El laico Dr José Gregorio Hernandez, conocido en Venezuela como «el médico de los pobres» cuya beatificación fue autorizada recientemente por el Papa Francisco.

            Para recibir el Reino de Dios hace falta un corazón sincero y bien dispuesto. Se ofrece a los pobres y a los pequeños, es decir a aquellos que lo acogen con humildad. No se dirige su invitación a los que ya son perfectos y sabios por sus solas fuerzas (¿Quiénes serían estos?), sino a quienes tienen defectos y limitaciones y son conscientes de ellos. “Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: «No he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Marcos 2, 17; cf 1 Timoteo 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf  Lucas 15, 11-32) y la inmensa «alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta» (Lucas 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida «para remisión de los pecados» (Mateo 26, 28)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 545).

            Un rasgo característico de la enseñanza de Jesús son las parábolas, que, a través de un ejemplo material y asequible tomado de la experiencia diaria, presentan los grandes misterios que Dios nos llama a conocer y a vivir. Son a la vez una invitación y una exigencia para el mejoramiento de la propia vida. El corazón humano debe ser como una tierra bien dispuesta para recibir la semilla, de tal manera que cada uno corresponda a los talentos recibidos de Dios. Las parábolas son reveladoras para quien busca sinceramente el Reino, y constituyen un enigma o una enseñanza aparentemente trivial para los que tienen la inteligencia y el corazón endurecidos.

            “Jesús acompaña sus palabras con numerosos «milagros, prodigios y signos» (Hechos de los Apóstoles 2, 22) que manifiestan que el Reino está presente en El. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (cf Lucas 7, 18-23)” (Catecismo…, n. 547). En efecto, los milagros que realiza atestiguan que el Padre lo ha enviado, e invitan a creer en El. Santo Tomás de Aquino afirma que los milagros son como el sello del rey, que se grababa sobre el lacre de un documento para asegurar su autenticidad. Así los milagros resellan el origen divino de la doctrina de Jesucristo. Pero como la fe requiere de la libertad de la persona, es posible rechazar a Cristo aunque se vean milagros, como aparece en el mismo relato del Evangelio.

            Los milagros tienen su momento y lugar en los planes de Dios. Son hechos fuera de lo ordinario que se realizan cuando así conviene, y si bien no podemos aspirar a resolver todas las dificultades a golpe de milagros, éstos, de vez en cuando, ocurren: “No soy «milagrero». –Te dije que me sobran milagros en el Santo Evangelio para asegurar fuertemente mi fe. –Pero me dan pena esos cristianos –incluso piadosos, «¡apostólicos!»- que se sonríen cuando oyen hablar de caminos extraordinarios, de sucesos sobrenaturales. –Siento deseos de decirles: sí, ahora hay también milagros: ¡nosotros los haríamos si tuviéramos fe!” (San JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 583).

Jesús no vino a la tierra, sin embargo, a remediar nuestros males materiales ni terrenos, sino para liberarnos de la esclavitud más grande, que es la del pecado. La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás: “si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mateo 12, 28).

            Desde el comienzo de su vida pública Cristo eligió a algunos varones, para que colaboraran especialmente con su misión: son los doce Apóstoles. Quiso asociarlos a la realización de su Reino, dirigiendo por medio de ellos y sus sucesores la Iglesia que El fundó. En ella Simón Pedro tiene el primado: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella” (Mateo 16, 18). Le corresponde, por voluntad de Jesucristo para él y sus sucesores velar por la fe de sus hermanos y confirmarlos en ella (cf Lucas 22, 32). A él le confió especialmente las llaves del Reino, la autoridad espiritual para regir, enseñar e impartir los medios de santificación en la Iglesia: “A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mateo 16, 19).

            Cuando el Papa, en ejercicio de su ministerio, aprueba la beatificación o canonización de un santo, ello quiere decir que se ha producido, por el poder de Dios y la intercesión del santo, algún milagro rigurosamente comprobado. Ahora en Venezuela  nos llenamos de alegría y de agradecimiento  a Dios por la beatificación de José Gregorio Hernández: el Reino de Dios está entre nosotros.

Rafael María de Balbín (rbalbin 19@gmail.com)

MOMENTOS LUMINOSOS

En la vida de cualquier hombre se suceden y alternan acontecimientos variados, unos alegres, otros dolorosos, otros que no tienen un color especial, al menos externamente, porque se repiten a diario.

Jesucristo quiso hacerse hombre verdadero, compartir todo lo nuestro, excepto el pecado; si bien asumió nuestros pecados para liberarnos de ellos. En las jornadas de su vida pública, hay algunos momentos especiales de luz.

            Uno de ellos, como un paréntesis en la vida pública de Jesús, es su Transfiguración. Después de que Pedro confesó su fe de que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios vivo, el Maestro “comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir… y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día” (Mateo 16, 21), cosa que ni Pedro ni los demás comprendieron. Ocurrió poco después el hecho de la Transfiguración de Jesús, en el monte Tabor, ante tres de los Apóstoles: Pedro, Santiago y Juan. “El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le «hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén» (Lucas 9, 31). Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: «Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle» (Lucas 9, 35)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 554).

Jerusalén; Basílica de Getsemaní

            En esta escena Jesús les mostró por unos momentos su gloria, a la vez que les señalaba que antes era preciso padecer y morir: la Redención de la humanidad se haría a través de los sufrimientos y de la muerte ignominiosa en la Cruz. Se escucha la voz del Padre celestial y se hace presente el Espíritu Santo como una nube que les envuelve. Es como un anticipo de la Resurrección de Cristo, “el cual transfigurará este miserable cuerpo en un cuerpo glorioso como el suyo” (Filipenses 3, 21), pero sin olvidar que “es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios” (Hechos de los Apóstoles 14, 22).

Jerusalen; Muro de las Lamentaciones y mezquita de Al Aqsa

            Cuando se acerca el momento previsto en los planes de Dios, Jesús se encamina resueltamente hacia Jerusalén, habiendo anunciado por tres veces a sus discípulos la necesidad de padecer y morir, y después resucitar, para llevar a cabo la redención de nuestros pecados; “No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén” (Lucas 13, 33). Numerosos profetas, enviados por Dios, habían sufrido el martirio en la ciudad. Jesús sufre y llora ante la dureza de corazón de los hijos de Jerusalén: “¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido!” (Mateo23, 37).

Murallas de Jerusalén

            La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén, el domingo de ramos, es otro momento de luz. El había rehuido siempre los intentos populares de hacerle rey, un rey político o temporal al estilo humano. En esta ocasión prepara todos los detalles para entrar en la ciudad de David. Allí es aclamado como hijo de este rey, como el que trae la salvación. Pero el Rey de la Gloria entra en la ciudad sobre un asno, con una cabalgadura humilde, lejos de la fuerza y del boato de los reyes de este mundo. Le alaban los pequeños y los sencillos: “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Salmo 118, 26).

            Este momento de luz es también fugaz. “La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección (…). La Iglesia permanece fiel a la «interpretación de todas las Escrituras» dada  por Jesús mismo, tanto antes como después de su Pascua: «¿No era necesario que Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lucas 24, 26-27.44-45). Los padecimientos de Jesús han tomado una forma histórica concreta por el hecho de haber sido «reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas» (Marcos 8, 31), que lo «entregaron a los gentiles, para burlarse de él, azotarle y crucificarle» (Mateo 20. 19)” (Catecismo…, n. 560 y 572).

Rafael María de Balbín. (rbalbin19@gmail.com)

Fotos: Agustín Alberti

EN LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS

Con esta expresión no nos referimos a ningún acontecimiento futuro, como si la plenitud hubiera de esperarse más adelante, quizás como fruto de una evolución perfectiva de la humanidad. San Pablo, escribiendo a los Gálatas (4, 4), señala con estas palabras el cumplimiento de las promesas de Dios para la salvación de los hombres, mediante la anunciación a María del designio divino.

“María es invitada a concebir a aquél en quien habitará «corporalmente la plenitud de la divinidad»  (Colosenses 2, 9). La respuesta divina a su «¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lucas 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lucas 1, 35)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 484). 

La plenitud de los tiempos ha ocurrido ya. El año 2.000 hemos celebrado un especial aniversario de aquel acontecimiento que está en el centro de la historia humana, y que le confiere plenitud de significado.

            De Jesucristo afirma el Credo que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen. La fe católica acerca de Cristo ilumina la figura esplendorosa de María: Dios envió a su Hijo a la tierra, y para darle un cuerpo humano quiso la libre cooperación de una criatura, de una mujer, bendita entre todas las mujeres. Escogió desde toda la eternidad, para ser la Madre de su Hijo, “a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lucas 1, 26-27). Para ello, María “fue dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante” (Conc. VATICANO II. Const. Lumen gentium, n. 56). Fue llena de gracia desde el primer instante de su ser natural: es lo que llamamos la inmaculada concepción de María, verdad de fe proclamada por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854. Es una abundancia de gracia del todo singular: ella es “redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo” (cf. Ibidem, n. 53). Por una especial ayuda de Dios María permaneció pura de todo pecado personal, a lo largo de toda su vida terrena.

            Así cuando le llega el anuncio e invitación del arcángel Gabriel, la Virgen está preparada: concebirá y dará a luz al Hijo del Altísimo, por la virtud del Espíritu Santo, sin intervención de varón. Y Ella responde: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1, 37-38). De esta manera se entregó por completo al designio divino de la Redención de los hombres, a través de la Encarnación de su Hijo. Los Evangelios llaman a María, en repetidas ocasiones, la Madre de Jesús; y como Jesús es Dios, en la unidad de su única Persona divina, María es por ello Madre de Dios.

            A la vez la fe católica proclama la virginidad perpetua de María, ya desde las primeras formulaciones de la fe. “Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra” (Catecismo…, n. 496). Es una obra divina, que está por encima del poder y de la comprensión de los hombres. El ángel manifestó a José: “Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo” (Mateo 1, 20). Es el cumplimiento de la promesa, hecha siglos antes, a través del profeta Isaías: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo” (Isaías 7, 14).

Adoración de los reyes. Tabla hispano flamenca.

            La fe cristiana, en su paulatina profundización, ha confesado la virginidad real y perpetua de María, la siempre Virgen; antes del parto, en el parto y después del parto. El nacimiento de Cristo “lejos de disminuir consagró la integridad virginal” de su madre (Conc. VATICANO II. Const. Lumen gentium, n. 57). Si bien el Nuevo Testamento menciona a los hermanos y hermanas de Jesús, lo hace siguiendo la usanza bíblica de llamar de esta manera a los parientes próximos: primos, tíos, sobrinos, etc., tal como aparece claramente en diversos pasajes del Antiguo Testamento. “Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende (cf Juan 19, 26-27; Apocalipsis 12, 17) a todos los hombres, a los cuales Él vino a salvar: «Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos (Romanos 8, 29), es decir de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre» (Conc. VATICANO II. Const. Lumen gentium, n. 63)” (Catecismo…, n. 501).

            La virginidad de María destaca la plena iniciativa de Dios en la Encarnación. “Jesús no tiene como Padre más que a Dios” (Catecismo…, n. 503); así como la plena disponibilidad y fidelidad de María. Ella es la nueva Eva, madre de la humanidad redimida, con una fecundidad sin igual. Es figura y ejemplar de la Iglesia: “La Iglesia se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. También ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo” (Conc. VATICANO II. Const. Lumen gentium, n. 649).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

JUNTAS, PERO NO REVUELTAS

Quizás sea éste un modo sencillo de decir lo que expresó el Concilio Ecuménico de Calcedonia, del año 451, a propósito de la divinidad y la humanidad de Cristo, en la unidad de una sola Persona: “Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad, «en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (Hebreos 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona”.

            A este propósito enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 464): “El acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios, no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. Él se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que la falseaban”.

            Las primeras herejías (el docetismo de los gnósticos) negaban que Jesucristo tuviera una humanidad verdadera. La fe cristiana defendió desde los tiempos apostólicos la verdadera encarnación del Hijo de Dios. Más adelante el Concilio de Nicea, del año 325, aclaró la divinidad de Cristo, frente al error de Arrio que afirmaba que sólo era una criatura de Dios. Después apareció la herejía de Nestorio, que separaba en Jesucristo la divinidad de la humanidad, afirmando en Cristo dos personas distintas, en lugar de la única Persona divina. Por esta razón, Nestorio llamaba a la Virgen Madre de Cristo, pero no Madre de Dios: la consideraba Madre de la persona humana de Cristo, pero no del Verbo divino. El Concilio de Éfeso (año 431) afirmó que María es verdaderamente Madre de Dios, por serlo de su humanidad, inseparablemente unida a la Persona del Verbo. Más tarde los monofisitas negaron la humanidad, al sostener sólo la realidad de la naturaleza divina. El quinto Concilio ecuménico de Constantinopla, del año 553, reafirmó la plena unión de las dos naturalezas en la única Persona de Cristo: “El que ha sido crucificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdaderamente Dios, Señor de la gloria y uno de la Santísima Trinidad”.

            “La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero hombre. Él es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor” (Catecismo…, n. 469).

            En la unión misteriosa de la Encarnación “la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida” (Conc. VATICANO II. Const. Gaudium et spes, n. 22). Jesucristo tiene un cuerpo humano, y también un alma humana con su inteligencia y su voluntad. Y a la vez “la naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido. Todo lo que es y hace en ella pertenece a «uno de la Trinidad». El Hijo de Dios comunica, pues, a su humanidad su propio modo personal de existir en la Trinidad. Así, en su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad (cf Juan 14, 9-10)” (Catecismo…, n. 470). Dios se ha acercado estrechamente a nosotros, nos ha tendido su mano para salvarnos. “El Hijo de Dios (…) trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nació de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros” (Conc. VATICANO II, Ibidem).

            El alma humana de Jesucristo estuvo dotada de un verdadero conocimiento humano: limitado y progresivo en el espacio y en el tiempo. Ese conocimiento expresaba la vida divina de su persona; por él conocía íntimamente al Padre y también los pensamientos del corazón de los hombres. Su voluntad humana se ajustó siempre perfectamente a la voluntad divina, con toda libertad. Su cuerpo era concreto y limitado: por eso se puede representar la faz humana de Jesús en las imágenes sagradas, y adorar a través de ellas a su Persona divina. “Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gálatas 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano” (Catecismo…, n. 478).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

¿POR QUÉ UN DIOS-HOMBRE?

Ésta es la pregunta que se hace San Anselmo de Canterbury, dando con ella título a una de sus obras más conocidas, acerca de la Encarnación del Hijo de Dios y de la Redención de los hombres. 

Los teólogos se han preguntado a menudo sobre las razones y la conveniencia de la Encarnación, y se han planteado si ésta hubiera tenido lugar en el caso de que el hombre no hubiera pecado, en razón de la plenitud y reinado de Jesucristo sobre toda la creación. De todos modos esto no hace sino proponer un supuesto hipotético, ya que de hecho e históricamente el hombre pecó. Podemos conocer con certeza lo que ocurrió, no tanto lo que hubiera ocurrido en el caso de que no hubiera acontecido una tal desgracia. Es lo que la fe cristiana confiesa con el Credo Niceno-Constantinopolitano: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre”. Se enuncia así, en pocas y directas palabras, el motivo principal de que el Hijo de Dios se haya hecho hombre.

            Podemos preguntarnos, más en detalle, por el significado de esta afirmación principal de la fe cristiana. Y responder que el Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: “Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4, 10). Tal como comenta San Gregorio de Nisa: “Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador” (Or. catech. 15).

            Hay otra razón de suma importancia: “El Verbo se encarnó para que conociésemos así el amor de Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 458). Así lo expresa claramente el evangelista San Juan: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Juan 4, 9); “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16). Para persuadirnos del inmenso amor que Dios tiene por los hombres es muy importante reflexionar despacio en la realidad de la Encarnación y Redención. Dios nos ama, a cada uno de nosotros. No estamos solos. No estamos nunca dejados de la mano de Dios.

            Para nuestra búsqueda del bien necesitamos un paradigma, un ejemplar de vida virtuosa. Los hombres aprendemos no sólo escuchado o leyendo, sino sobre todo imitando. Y “El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad” (Catecismo…, n. 459). No sólo las palabras, sino la vida entera de Jesucristo es un ejemplo vivo: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11, 29); “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Juan 14, 6). La ley nueva del amor a los demás por Dios, en una verdadera donación de sí, encuentra en Cristo su ejemplar: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Juan 15, 12).

            Con ello, además, nuestra condición humana es elevada hasta límites insospechados: el Verbo se encarnó para hacernos partícipes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1, 4). Con expresión audaz dice San Atanasio: “Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios”. Y con no menos atrevimiento afirma Santo Tomás de Aquino esta sublime verdad: “El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”. No es una divinización autosuficiente, soberbia, que el hombre pudiera llevar a cabo con sus solas fuerzas, sino una iniciativa de Dios a nuestro favor.

            Nos encontramos así ante un profundo misterio, que nos afecta en lo más vivo. San Juan (1, 14) lo expresa diciendo que “El Verbo se encarnó”. Y “la Iglesia llama «Encarnación» al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación” (Catecismo…, n. 461). Tal como escribió San Pablo a los Filipenses (2, 5-8), siendo Dios se humilló tomando forma humana, obedeciendo el plan amoroso del Padre para nuestra redención hasta la muerte de cruz, y recibiendo en consecuencia la exaltación y el reinado sobre todo el universo.

La fe cristiana afirma que el Hijo de Dios se encarnó verdaderamente. Ello es un claro signo distintivo suyo: “Podéis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios” (1 Juan 4, 2). Una de las primeras herejías fue el docetismo, que pretendía que la encarnación fue solamente aparente, como si su realidad desmereciera de la dignidad divina. Sin embargo el misterio, en toda su grandeza, nos manifiesta la realidad del amor del Dios-Hombre hacia nosotros.

EL AÑO 2020 TIENE NOMBRE

La venida de Jesucristo a la tierra dividió en dos la historia de la humanidad. Contamos los años, en casi la totalidad del planeta, según la cronología de antes de Cristo y después de Cristo. Su venida a la tierra constituye la plenitud de los tiempos, de la que habla el Nuevo Testamento. 

Por eso la celebración del nuevo milenio el año 2.000 no supuso un acontecimiento cosmogónico, ni un hito más en la evolutiva transformación del universo. Es la conmemoración de un hecho histórico, ocurrido hace dos milenios. Y pertenece no a los ciclos de la naturaleza sino al desenvolvimiento de los planes de Dios para la salvación de la humanidad. Los nombres que la Sagrada Escritura adjudica a Jesucristo nos permiten adentrarnos en el misterio de su Persona y de su misión.

            El primer nombre es el de Jesús, que quiere decir en hebreo «Dios salva». Es el nombre que el ángel Gabriel le dio como propio en el momento de la anunciación a María. En Jesús culminan los planes de salvación de Dios. La liberación de los israelitas por parte de Dios de la esclavitud de Egipto es figura de la definitiva y radical liberación del mayor de los males y origen de todos los demás, que es el pecado. Como el pecado es esencialmente una ofensa a Dios, sólo Él puede perdonarlo (cf. Salmo 51). Jesús el salvador de todos los hombres, es quien libera de todo pecado. De tal modo que “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hechos de los Apóstoles 4, 12). A través de la humanidad de Jesús  “estaba Dios reconciliando al mundo consigo” (2 Corintios 5, 19). “La resurrección de Jesús glorifica el nombre de Dios Salvador (cf Juan 12, 28) porque de ahora en adelante, el Nombre de Jesús es el que manifiesta en plenitud el poder soberano del «Nombre que está sobre todo nombre» (Filipenses 2, 9). Los espíritus malignos temen su Nombre (cf Hechos 16, 16-18) y en su nombre los discípulos de Jesús hacen milagros (cf Marcos 16, 17) porque todo lo que piden al Padre en su Nombre, Él se lo concede (cf Juan 15, 16)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 434).

            El nombre de Cristo procede de la palabra griega que traduce el término hebreo Mesías, que quiere decir ungido. En el Israel de la Antigua Alianza eran ungidos los que habían de cumplir una especial misión divina: los reyes, los sacerdotes y los profetas. Esta triple misión la desempeñó en plenitud Cristo, a quien ungió el Espíritu del Señor (cf Isaías11, 2). Éste fue el anuncio del ángel a los pastores de Belén: “Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lucas 2, 11). “Su eterna consagración mesiánica fue revelada en el tiempo de su vida terrena, en el momento de su bautismo por Juan, cuando «Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder» (Hechos 10, 38) «para que él fuese manifestado a Israel» (Juan 1, 31) como su Mesías. Sus obras y sus palabras lo dieron a conocer como «el santo de Dios» (Marcos 1, 24)” (Catecismo…, n. 438). Jesús aceptó el título de Mesías, pero dejando muy claro que su misión era espiritual y no terreno-temporal como pensaban muchos de sus contemporáneos. Sólo después de su muerte y resurrección resplandecerá con toda claridad su realeza mesiánica.

Cristo de la Minerva (Miguel Angel 1521). ROMA; iglesia de Santa María Sopra Minerva

            Jesucristo es el Hijo de Dios. Ello no significa simplemente una filiación adoptiva, como la de cualquier hombre que recibe la gracia de Dios, sino su condición de Hijo del Padre, por generación eterna, según la naturaleza divina. Pedro confesó a Jesús como “el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mateo 16, 16) y Jesús alabó esta confesión. La predicación de los Apóstoles tendrá desde el comienzo como centro esta verdad fundamental de la fe cristiana. Justamente la manifestación de esta filiación ante el Sanedrín es la que llevó a sus acusadores a condenarle a muerte: “Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?”, y Jesús respondió: “Vosotros lo decís: yo soy” (Lucas 22, 70). En el bautismo y en la transfiguración, la voz del Padre lo había designado como su “Hijo amado” (Mateo 3, 17; 17, 5). Sus discípulos anunciarán a los cuatro vientos: “Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1, 14).

            A Jesús se le llama también Señor. Así se tradujo al griego el inefable nombre de YHWH, que Dios había revelado a Moisés (Éxodo 3, 14). En el Nuevo Testamento se da este nombre a Dios Padre, pero también a Jesús, en reconocimiento de su divinidad. El propio Jesús así lo había manifestado a los fariseos al plantearles el sentido mesiánico del salmo 109 (cf Mateo 22, 41-46). “A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía divina” (Catecismo…, n. 447). En muchas ocasiones sus interlocutores le dieron el título de Señor. Recordemos la invocación del apóstol Tomás a Jesús resucitado: “Señor mío y Dios mío” (Juan 20, 28). “La Iglesia cree…que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro” (Con. VATICANO II. Const. Gaudium et spes, n. 10). La oración cristiana está llena de invocaciones a su Señor: “el Señor esté con vosotros”, “por Jesucristo nuestro Señor”; “Marana tha” (“¡Ven, Señor!”) (1 Corintios 16, 22), “¡Amén!¡Ven, Señor Jesús!” (Apocalipsis22, 20).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

DE LA NADA

No hay un destino ciego al que los hombres estemos necesariamente sujetos: cada uno es consciente de la dirección que libremente imprime él mismo a su propia vida. Tampoco estamos sometidos a una lotería, a un juego de azar, que en el fondo sería lo mismo que un destino ciego. 

Advertimos no sólo el influjo de nuestra propia inteligencia y libertad, sino la sabiduría y el amor de Dios que ejercen su influjo sobre la totalidad de los seres, como Él mismo nos ha revelado: “Porque tú has creado todas las cosas: por tu voluntad lo que no existía fue creado” (Apocalipsis 4, 11); “¡Cuán numerosas son tus obras, Señor! Todas las has hecho con sabiduría” (Salmo 104, 4).

            Necesariamente nos preguntamos, con asombro, por el origen del universo. Lo más sorprendente de las cosas no es que sean tales o cuales, que posean unas u otras características, sino simplemente que sean, que existan. La fe cristiana nos enseña que el mundo ha sido creado de la nada. ¿Y qué es la nada? Es tan poca cosa que no existe: la nada no es nada. Cuando decimos que Dios crea de la nada, es un modo de expresar la completa novedad de los seres creados. “Creemos que Dios no necesita nada preexistente ni ninguna ayuda para crear (…). La creación tampoco es una emanación necesaria de la substancia divina (…). Dios crea libremente «de la nada»” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 296).

            Nosotros los hombres no somos capaces de crear, en sentido propio, ni tampoco los ángeles. Necesitamos una materia de la que partir, de unos instrumentos para operar. Podemos transformar la naturaleza, pero no darle la originalidad de su ser. La madre de los Macabeos alentaba la esperanza de sus hijos, en el martirio, con estas palabras: “Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes (…). Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia” (2 Macabeos 7, 22-23. 28).

            Dios crea de la nada: puede dar a los pecadores un corazón puro, la luz de la fe a los que la ignoran, la vida del cuerpo a los difuntos mediante la Resurrección (cf. Catecismo…, n. 298). Dios ha ordenado su creación con sabiduría, y la ha orientado hacia el hombre, imagen suya. El mundo creado participa de la bondad divina. En el Génesis se dice: “Y vio Dios que era bueno… muy bueno” (Génesis 1, 4. 10. 12. 18. 21. 31). También las realidades materiales son buenas, aunque sean inferiores a las espirituales. El Creador trasciende todas sus obras: “Su majestad es más alta que los cielos” (Salmo 8, 2); y a la vez está íntimamente presente en ellas: “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos de los Apóstoles 17, 28).

            El mundo creado no está nunca dejado de la mano de Dios, aunque a veces pareciera que tratamos de zafarnos de ella. Él nos presta el ser y el obrar, todo lo que valemos y podemos. Su amor paterno nos cuida: “Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo hubieras creado. Y ¿cómo podría subsistir cosa que no hubieses querido? ¿Cómo se conservaría si no lo hubieses llamado? Mas tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida” (Sabiduría 11, 24-26).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

EN BUENAS MANOS

Cuando Dios llevó a cabo la creación del mundo, éste no quedó plenamente acabado. Vivimos en un universo dinámico, en el que hay un perfeccionamiento gradual hasta alcanzar la perfección mayor a que Dios lo destinó. Los designios divinos para llevar la obra de la creación hacia su plenitud son llamados divina providencia: por ella Dios cuida de todas y cada una de sus criaturas: “Nuestro Dios en los cielos y en la tierra, todo cuanto le place lo realiza” (Salmo 115, 3).

Jesucristo, al revelarnos la paternidad divina, nos invitó a abandonarnos confiadamente en las manos de Dios: “No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber? (…). Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura” (Mateo 6, 31-33).

            En su sabiduría y poder, Dios ha querido hacer participar a las criaturas en la realización de sus designios. Con ello nos promueve, nos eleva y perfecciona. El hombre, con su trabajo somete y domina la tierra (cf. Génesis 1, 26-28), completando así la obra de la creación como causa inteligente y libre. Somos cooperadores libres de los planes de Dios merced a nuestras acciones, oraciones y sufrimientos. Dios ha querido nuestra colaboración en la realización de su providencia: “Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece” (Filipenses 2, 13). Hasta que podamos alcanzar nuestra salvación y felicidad con la gracia de Dios.

            Hay quienes ante la presencia terrible del mal en el mundo desconfían de la sabiduría, de la bondad o del poder divino. “Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa, no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta: la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o rechazar. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal”(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 309).

            Dios pudo muy bien crear un mundo en el que el mal no hubiera podido estar presente. Sin embargo prefirió en su sabiduría crear éste, en que se ha hecho presente elmal moral, el pecado, que entró al mundo por libres decisiones desviadas del ángel y del hombre: mal enormemente más grave que los males físicos, que aparecieron como consecuencia del desorden original: las enfermedades, las destrucciones, los sufrimientos. Dios permite los males con vistas al bien, tal como afirmó San Agustín: “Porque el Dios Todopoderoso (…), por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal” (Enchiridion 11, 3). Del mayor crimen que ha cometido la humanidad: la pasión y muerte del Hijo de Dios, sacó el máximo bien de la Redención, y de la glorificación de Cristo.

            Estamos en buenas manos; con tal de que procuremos vivir como buenos hijos de Dios: “Todo coopera al bien de los que aman a Dios” (Romanos 2, 28). Él cuida de nosotros con su providencia. “Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios «cara a cara» (1 Corintios 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf. Génesis 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra” (Catecismo…, n. 314).

Rafael María  de Balbín (rbalbin19@gmail.com)