DIGNIDAD DEL TRABAJO

“El trabajo humano tiene una doble dimensión: objetiva y subjetiva. En sentido objetivo, es el conjunto de actividades, recursos, instrumentos y técnicas de las que el hombre se sirve para producir, para dominar la tierra, según las palabras del libro del Génesis. El trabajo en sentido subjetivo es el actuar del hombre en cuanto ser dinámico, capaz de realizar diversas acciones que pertenecen al proceso del trabajo y que corresponden a su vocación personal” (PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ.Compendio de la doctrina social de la iglesia,  n. 270).

Una sociedad con rostro humano debe tener muy en cuenta esta distinción: «El hombre debe someter la tierra, debe dominarla, porque, como “imagen de Dios”, es una persona, es decir, un ser subjetivo capaz de obrar de manera programada y racional, capaz de decidir acerca de sí y que tiende a realizarse a sí mismo. Como persona, el hombre es, pues, sujeto del trabajo”  (S. JUAN PABLO II, Carta enc. Laborem exercens, 6).

El trabajo en sentido objetivo tiene un valor circunstancial. En cambio el trabajo en sentido subjetivo tiene un carácter esencial y permanente: “El trabajo en sentido objetivo constituye el aspecto contingente de la actividad humana, que varía incesantemente en sus modalidades con la mutación de las condiciones técnicas, culturales, sociales y políticas. El trabajo en sentido subjetivose configura, en cambio, como su dimensión estable, porque no depende de lo que el hombre realiza concretamente, ni del tipo de actividad que ejercita, sino sólo y exclusivamente de su dignidad de ser personal. Esta distinción es decisiva, tanto para comprender cuál es el fundamento último del valor y de la dignidad del trabajo, cuanto para implementar una organización de los sistemas económicos y sociales, respetuosa de los derechos del hombre” (PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ. Compendio de la doctrina social de la iglesia,  n. 270).

El trabajo humano no es nunca una simple mercancía, ni el trabajador un recurso humanomás, dentro del proceso productivo. El trabajo es siempre un acto de la persona: “Cualquier forma de materialismo y de economicismo que intentase reducir el trabajador a un mero instrumento de producción, a simple fuerza–trabajo, a valor exclusivamente material, acabaría por desnaturalizar irremediablemente la esencia del trabajo, privándolo de su finalidad más noble y profundamente humana. La persona es la medida de la dignidad del trabajo” (idem, n. 271). 

            Hace falta un reajuste de la mentalidad, para valorar siempre que es el hombre mismo el  que realiza el trabajo, aquello que determina su calidad y su más alto valor. Para que no ocurra el hecho de que “la actividad laboral y las mismas técnicas utilizadas se consideran más importantes que el hombre mismo y, de aliadas, se convierten en enemigas de su dignidad” (idem).            El trabajo humano procede de la persona y está también orientado hacia el bien de la persona: el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo. Así «la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo realizado por el hombre —aunque fuera el trabajo “más corriente”, más monótono en la escala del modo común de valorar, e incluso el que más margina—, sigue siendo siempre el hombre mismo» (S. JUAN PABLO II, Carta enc. Laborem exercens, 6; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2428).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

                                                                                                     

ECONOMÍA Y CALIDAD DE VIDA

“Ninguna actividad económica puede sostenerse por mucho tiempo si no se realiza en un clima de saludable libertad de iniciativa” (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE- DICASTERIO PARA EL SERVICIO DEL DESARROLLO HUMANO INTEGRAL. Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico y financiero. Roma, 6 de enero de 2018, n.12). 

Esa libertad de iniciativa debe ser valorada y defendida, pues la libertad del mercado es a menudo amenazada por las oligarquías monopolísticas. Esta amenaza lo es para las personas concretas y para la eficiencia misma del sistema económico. El creciente y penetrante poder de agentes importantes y grandes redes económicas y financieras, viene acompañado por la supranacionalidad de tales agentes y  la volatilidad del capital manejado por estos. Esto hace que su actividad pueda escapar fácilmente a la solicitud de las instancias políticas en orden al bien  común.

En principio, todos los instrumentos utilizados por los mercados para aumentar su capacidad de operación, si no están dirigidos contra la dignidad de la persona y tienen en cuenta el bien común, son moralmente admisibles  (Cf. CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 64). Sin embargo los mercados son incapaces de regularse por sí mismos  (Cf. PÍO XI, Carta enc. Quadragesimo anno, n. 89; BENEDICTO XVI, Caritas in veritate, n. 35; FRANCISCO, Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 204): “no son capaces de generar los fundamentos que les permitan funcionar regularmente (cohesión social, honestidad, confianza, seguridad, leyes…), ni de corregir los efectos externos negativos (diseconomy) para la sociedad humana (desigualdades, asimetrías, degradación ambiental, inseguridad social, fraude…”) (Consideraciones para un discernimiento ético..n.13)

En la actualidad la actividad financiera ha adquirido prepotencia sobre la economía real y presencia en todas sus manifestaciones. Ello facilita los egoísmos y los abusos, a pesar de las buenas intenciones individuales. Hay casos en los que las posibilidades de abusos y fraudes son grandes, especialmente para el que se halle en desventaja. “Por ejemplo, comercializar algunos productos financieros, en sí mismos lícitos, en situación de asimetría, aprovechando las lagunas informativas o la debilidad contractual de una de las partes, constituye de suyo una violación de la debida honestidad relacional y es una grave infracción desde el punto ético” (Consideraciones para un discernimiento ético..n.14). Ello sucede “ya sea por la evidente relación jerárquica que se instaura en algunos tipos de contratos (como entre prestamista y el prestatario), ya sea por la compleja estructuración de muchas ofertas financieras” (idem). 

También el dinero es en sí mismo un instrumento bueno, como muchas cosas de las que el hombre dispone: es un medio a disposición de su libertad, y sirve para ampliar sus posibilidades. Con tal de que  se considere siempre como un instrumento, como un medio y no como un fin. El dinero debe estar sometido a prioridades más altas. Este medio, sin embargo, se puede volver fácilmente contra el hombre. 

“Así también la multiplicidad de instrumentos financieros (financialization) a disposición del mundo empresarial, que permite a las empresas acceder al dinero mediante el ingreso en el mundo de la libre contratación en bolsa, es en sí mismo un hecho positivo. Este fenómeno, sin embargo, implica hoy el riesgo de provocar una mala financiación de la economía, haciendo que la riqueza virtual, concentrándose principalmente en transacciones marcadas por un mero intento especulativo y en negociaciones “de alta frecuencia” (high-frequency trading), atraiga a sí excesivas cantidades de capitales, sustrayéndolas al mismo tiempo a los circuitos virtuosos de la economía real” (Consideraciones para un discernimiento ético..n.15). 

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Cuando el capital cobra más importancia que el trabajo se olvida el  bien del hombre, dentro de una visión economicista. “Precisamente en esa inversión de orden entre medios y fines, en virtud del cual el trabajo, de bien, se convierte en “instrumento” y el dinero, de medio, se convierte en “fin”, encuentra terreno fértil esa “cultura del descarte”, temeraria y amoral, que ha marginado a grandes masas de población, privándoles de trabajo decente y convirtiéndoles en sujetos “sin horizontes, sin salida” (idem). : «Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, “sobrantes”»  (FRANCISCO, Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 53).

El crédito tiene una función económica y social insustituible. Pero cuando las tasas de interés son excesivamente altas se cae en la usura. “Desde siempre, semejantes prácticas, así como los comportamientos efectivamente usurarios, han sido percibidos por la conciencia humana como inicuos y por el sistema económico como contrarios a su correcto funcionamiento”(Consideraciones para un discernimiento ético..n.16). 

La actividad financiera no debe ser una aventura especulativa sino un servicio a la economía real. “En este sentido, por ejemplo, son muy positivas y deben ser alentadas realidades como el crédito cooperativo, el microcrédito, así como el crédito público al servicio de las familias, las empresas, las comunidades locales y el crédito para la ayuda a los países en desarrollo” (idem).

Estas consideraciones no son puramente hipotéticas, sino que reflejan lo que ha ocurrido en fecha reciente y continúa ocurriendo. “cuando unos pocos –por ejemplo importantes fondos de inversión– intentan obtener beneficios, mediante una especulación encaminada a provocar disminuciones artificiales de los precios de los títulos de la deuda pública, sin preocuparse de afectar negativamente o agravar la situación económica de países enteros, poniendo en peligro no sólo los proyectos públicos de saneamiento económico sino la misma estabilidad económica de millones de familias, obligando al mismo tiempo a las autoridades gubernamentales a intervenir con grandes cantidades de dinero público, y llegando incluso a determinar artificialmente el funcionamiento adecuado de los sistemas políticos” (idem).

El afán de lucro desvirtúa la convivencia humana. “ En este contexto, palabras como “eficiencia”, “competencia”, “liderazgo”, “mérito” tienden a ocupar todo el espacio de nuestra cultura civil, asumiendo un significado que acaba empobreciendo la calidad de los intercambios, reducidos a meros coeficientes numéricos” (idem, n. 17).

“Esto requiere ante todo que se emprenda una reconquista de lo humano, para reabrir los horizontes a la sobreabundancia de valores, que es la única que permite al hombre encontrarse a sí mismo y construir sociedades que sean acogedoras e inclusivas, donde haya espacio para los más débiles y donde la riqueza se utilice en beneficio de todos. En resumen, lugares donde al hombre le resulte bello vivir y fácil esperar” (idem).

Rafael María de Balbín rbalbin19@gmail.com

ETICA Y ECONOMÍA

Un reciente documento de la Santa Sede (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE- DICASTERIO PARA EL SERVICIO DEL DESARROLLO HUMANO INTEGRAL. Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico y financiero. Roma, 6 de enero de 2018) se ocupa de importantes aspectos éticos de la actual actividad y estructura económicas.

“Las cuestiones económicas y financieras, nunca como hoy, atraen nuestra atención, debido a la creciente influencia de los mercados sobre el bienestar material de la mayor parte de la humanidad. Esto exige, por un lado, una regulación adecuada de sus dinámicas y, por otro, un fundamento ético claro, que garantice al bienestar alcanzado esa calidad humana de relaciones que los mecanismos económicos, por sí solos, no pueden producir” (idem, n. 1).

El compromiso con el bien común se manifiesta no sólo en las relaciones interindividuales, sino en las macro-relaciones sociales, políticas y económicas. Por eso, la Iglesia propuso al mundo el ideal de una “civilización del amor”. 

El bien común de las  sociedades humanas se basa en la certeza de que en todas las culturas hay muchas convergencias éticas, expresión de una sabiduría moral común, fundada sobre la dignidad de la persona. “Esto vale todavía más ante la constatación de que los hombres, aún aspirando con todo su corazón al bien y a la verdad, a menudo sucumben a los intereses individuales, a abusos y a prácticas inicuas, de las que se derivan serios sufrimientos para toda la humanidad y especialmente para los más débiles y desamparados” (idem, n. 3)

En efecto, ningún espacio en el que el hombre actúa puede legítimamente pretender estar exento de una ética basada en la libertad, la verdad, la justicia y la solidaridad (idem, n. 4). «Hoy, pensando en el bien común, necesitamos imperiosamente que la política y la economía, en diálogo, se coloquen decididamente al servicio de la vida, especialmente de la vida humana» (FRANCISCO, Carta enc. Laudato si’, n. 189).

Hay una gran tarea que realizar a nivel mundial. “Si bien es cierto que el bienestar económico global ha aumentado en la segunda mitad del siglo XX, en medida y rapidez nunca antes experimentadas, hay que señalar que al mismo tiempo han aumentado las desigualdades entre los distintos países y dentro de ellos. El número de personas que viven en pobreza extrema sigue siendo enorme” (Consideraciones para un discernimiento ético…, n . 5).

La reciente crisis financiera era una oportunidad para desarrollar una nueva economía más atenta a los principios éticos y a la nueva regulación de la actividad financiera, neutralizando los aspectos depredadores y especulativos y dando valor al servicio a la economía real. Esta oportunidad no ha sido aprovechada.

Está en juego el verdadero bienestar de la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro planeta, que corren el riesgo de verse confinados cada vez más a los márgenes, cuando no de ser «excluidos y descartados» (Exhort. ap. Evangelii gaudium ( 24 de noviembre de 2013), n. 53)  del progreso y el bienestar real, mientras algunas minorías explotan y reservan en su propio beneficio vastos recursos y riquezas, permaneciendo indiferentes a la condición de la mayoría.

Hace falta ampliar los horizontes de la mente y el corazón, para reconocer lealmente lo que nace de las exigencias de la verdad y del bien, y sin lo cual todo sistema social, político y económico está destinado, en definitiva, a la ruina y a la implosión. Es cada vez más claro que el egoísmo a largo plazo no da frutos y hace pagar a todos un precio demasiado alto; por lo tanto, si queremos el bien real del hombre verdadero para los hombres, «¡el dinero debe servir y no gobernar!» (Ibidem., n. 58).

Rafael María de Balbín

(rbalbin19@gmail.com)

ECONOMIA RELACIONAL

“Toda realidad y actividad humana, si se vive en el horizonte de una ética adecuada, es decir, respetando la dignidad humana y orientándose al bien común, es positiva. Esto se aplica a todas las instituciones que genera la dimensión social humana y también a los mercados, a todos los niveles, incluyendo los financieros” (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE- DICASTERIO PARA EL SERVICIO DEL DESARROLLO HUMANO INTEGRAL. Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico y financiero. Roma, 6 de enero de 2018, n.8)

La actividad que da vida a los mercados, más que basarse en dinámicas anónimas, elaboradas por tecnologías cada vez más sofisticadas, se sustenta en relaciones, que no podrían establecerse sin la participación de la libertad de los individuos. La economía, como cualquier otra esfera humana, «tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona»  (BENEDICTO XVI, Carta enc. Caritas in veritate (29 de junio de 2009), n. 45).

No hay que entender la actividad humana como si fuera robinsoniana, de un individuo confinado en su isla solitaria. “En este sentido, nuestra época se ha revelado de cortas miras acerca del hombre entendido individualmente, prevalentemente consumidor, cuyo beneficio consistiría más que nada en optimizar sus ganancias pecuniarias. Es peculiar de la persona humana, de hecho, poseer una índole relacional y una racionalidad a la búsqueda perenne de una ganancia y un bienestar que sean completos, irreducibles a una lógica de consumo o a los aspectos económicos de la vida”  (Ibídem., n. 74).

La economía es relacional, porque la persona humana es relacional. Esta índole relacional fundamental del hombre (Cf. FRANCISCO, Discurso al Parlamento Europeo (25 de noviembre de 2014), Estrasburgo: AAS 106 (2014) 997-998)  está esencialmente marcada por una racionalidad, que resiste cualquier reducción que cosifique sus exigencias de fondo. Cualquier intercambio de “bienes” entre personas no debe reducirse a mero intercambio de “cosas”. “En realidad, es evidente que en la transmisión de bienes entre sujetos está en juego algo más que los meros bienes materiales, dado que estos a menudo vehiculan bienes inmateriales, cuya presencia o ausencia concreta determina, en modo decisivo, también la calidad de las mismas relaciones económicas (como confianza, imparcialidad, cooperación…)”  (Consideraciones para un discernimiento ético…, n.9).

            Es fácil ver las ventajas de una visión del hombre entendido como sujeto constitutivamente incorporado en una trama de relaciones, que son en sí mismas un recurso positivo (Cf. BENEDICTO XVI, Carta enc. Caritas in veritate, n. 55).  Toda persona nace y se desarrolla en un contexto familiar y a lo largo de su vida sigue imbricadas en un conjunto de relaciones, muchas de ella  resultado de su libertad compartida con otras personas. El hombre es un ser relacionado. Toda persona nace dentro de un contexto familiar, es decir, dentro de relaciones que lo preceden, sin las cuales sería imposible su mismo existir. Más tarde desarrolla las etapas de su existencia, gracias siempre a ligámenes, que actúan el colocarse de la persona en el mundo como libertad continuamente compartida. 

 “Este carácter original de comunión, al mismo tiempo que evidencia en cada persona humana un rastro de afinidad con el Dios que lo ha creado y lo llama a una relación de comunión con él, es también aquello que lo orienta naturalmente a la vida comunitaria, lugar fundamental de su completa realización. Sólo el reconocimiento de este carácter, como elemento originariamente constitutivo de nuestra identidad humana, permite mirar a los demás no principalmente como competidores potenciales, sino como posibles aliados en la construcción de un bien, que no es auténtico si no se refiere, al mismo tiempo, a todos y cada uno. (Consideraciones para un discernimiento ético…, n.10).

Así, todo progreso del sistema económico no puede considerarse tal si se mide solo con parámetros de cantidad y eficacia en la obtención de beneficios, sino que tiene que ser evaluado también en base a la calidad de vida que produce y a la extensión social del bienestar que difunde, un bienestar que no puede limitarse a sus aspectos materiales. Bienestar y desarrollo se exigen y se apoyan mutuamente (Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1908), requiriendo políticas y perspectivas sostenibles más allá del corto plazo (Cf. FRANCISCO, Carta enc. Laudato si’, n. 13; Exhort. apost. Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 44).

Tenemos por delante un gran reto cultural y educativo. “En este sentido, es deseable que, sobre todo las universidades y las escuelas de economía, en sus programas de estudios, de manera no marginal o accesoria, sino fundamental, proporcionen cursos de capacitación que eduquen a entender la economía y las finanzas a la luz de una visión completa del hombre, no limitada a algunas de sus dimensiones, y de una ética que la exprese. Una gran ayuda, en este sentido, la ofrece la Doctrina social de la Iglesia”. (Consideraciones para un discernimiento ético…, n.10).

“Por lo tanto, el bienestar debe evaluarse con criterios mucho más amplios que el producto interno bruto (PIB) de un país, teniendo más bien en cuenta otros parámetros, como la seguridad, la salud, el crecimiento del “capital humano”, la calidad de la vida social y del trabajo. Debe buscarse siempre el beneficio, pero nunca a toda costa, ni como referencia única de la acción económica). (Ibidem, n. 11).

Necesitamos una cultura donde ganancia y solidaridad no sean antagónicas. De hecho, allí donde prevalece el egoísmo y los intereses particulares es difícil para el hombre captar esa circularidad fecunda entre ganancia y don, que el pecado tiende a ofuscar y destruir. Por el contrario, en una perspectiva plenamente humana, se establece un círculo virtuoso entre ganancia y solidaridad, el cual, gracias al obrar libre del hombre, puede expandir todas las potencialidades positivas de los mercados (cf. Ibidem).

“Un recordatorio siempre actual para reconocer la conveniencia humana de la gratuidad proviene de aquella regla formulada por Jesús en el Evangelio llamada regla de oro, que nos invita a hacer a los demás lo que nos gustaría que nos hicieran a nosotros (cf. Mt 7,12; Lc 6,31)” (Ibidem).

Rafael María de Balbín

(rbalbin19@gmail.com)

LA ECONOMÍA Y EL ORDEN MORAL NO SE CONTRAPONEN

 

La doctrina social de la Iglesia habla insistentemente de la dimensión moral de la economía. Así Pío XI en la encíclica Quadragesimo: «Aun cuando la economía y la disciplina moral, cada cual en su ámbito, tienen principios propios, a pesar de ello es erróneo que el orden económico y el moral estén tan distanciados y ajenos entre sí, que bajo ningún aspecto dependa aquél de éste. Las leyes llamadas económicas, fundadas sobre la naturaleza de las cosas y en la índole del cuerpo y del alma humanos, establecen, desde luego, con toda certeza qué fines no y cuáles sí, y con qué medios, puede alcanzar la actividad humana dentro del orden económico; pero la razón también, apoyándose igualmente en la naturaleza de las cosas y del hombre, individual y socialmente considerado, demuestra claramente que a ese orden económico en su totalidad le ha sido prescrito un fin por Dios Creador. Una y la misma es, efectivamente, la ley moral que nos manda buscar, así como directamente en la totalidad de nuestras acciones nuestro fin supremo y último, así también en cada uno de los órdenes particulares esos fines que entendemos que la naturaleza o, mejor dicho, el autor de la naturaleza, Dios, ha fijado a cada orden de cosas factibles, y someterlos subordinadamente a aquél» (nn. 190-191).

La necesaria distinción entre moral y economía no comporta una separación entre los dos ámbitos, sino al contrario, una reciprocidad: «También en la vida económico–social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico–social» (CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 63).

El fin de la economía no está en la economía misma, sino en su destinación humana y social (Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 2426). A la economía, en efecto, no corresponde la totalidad de la perfección del hombre y de la sociedad, sino una tarea parcial: la producción, la distribución y el consumo de bienes materiales y de servicios. Extralimitarse sería caer en el economicismo.

No sería aceptable un crecimiento económico obtenido con detrimento de los seres humanos, de grupos sociales y pueblos enteros, condenados a la indigencia y a la exclusión. La expansión de la riqueza requiere la solidaridad (Cf. S. JUAN PABLO II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, n. 40), y la eliminación de las «estructuras de pecado» fruto del egoísmo humano (idem, n.36).

El empeño para realizar realizar proyectos económico–sociales capaces de favorecer una sociedad más justa y un mundo más humano representa un desafío difícil, pero también un deber estimulante, para todos los agentes económicos y para quienes se dedican a las ciencias económicas (Cf. S. JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, nn. 15-16).

Objeto de la economía es la formación de la riqueza y su incremento progresivo, en términos no sólo cuantitativos, sino cualitativos. El desarrollo no debe reducirse a un simple proceso de acumulación de bienes y servicios. Al contrario, la pura acumulación, aun cuando fuese en pro del bien común, no es una condición suficiente para la realización de la auténtica felicidad humana. En este sentido, el Magisterio social pone en guardia contra el engaño que esconde un tipo de desarrollo sólo cuantitativo, ya que la «excesiva disponibilidad de toda clase de bienes materiales para algunas categorías sociales, fácilmente hace a los hombres esclavos de la “posesión” y del goce inmediato… Es la llamada civilización del “consumo” o consumismo…» (JUAN PABLO II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, n. 28).

En esta perspectiva está la valoración moral que hace la doctrina social: «Si por “capitalismo” se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios productivos, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de “economía de empresa”, “economía de mercado” o simplemente de “economía libre”. Pero si por “capitalismo” se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa» ( JUAN PABLO II, Carta enc. Centesimus annus, n. 42).

Rafael María de Balbín

(rbalbin19@gmail.com)

 

UN MUNDO INTERDEPENDIENTE, NECESITADO DE SOLIDARIDAD

“La solidaridad confiere particular relieve a la intrínseca sociabilidad de la persona humana, a la igualdad de todos en dignidad y derechos, al camino común de los hombres y de los pueblos hacia una unidad cada vez más convencida” (PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ. Compendio de la doctrina social de la iglesia. N. 192).

En efecto nunca ha habido una interdependencia entre los hombres y los pueblos como la que hay en el momento actual, en los diversos niveles de la convivencia humana. ”La vertiginosa multiplicación de las vías y de los medios de comunicación «en tiempo real», como las telecomunicaciones, los extraordinarios progresos de la informática, el aumento de los intercambios comerciales y de las informaciones son testimonio de que por primera vez desde el inicio de la historia de la humanidad ahora es posible, al menos técnicamente, establecer relaciones aun entre personas lejanas o desconocidas”  (idem).

Sin embargo no todo es positivo: persisten en todo el mundo  dramáticas desigualdades entre países desarrollados y países en vías de desarrollo,  fomentadas por diversas formas de explotación, de opresión y de corrupción, que influyen negativamente en la vida interna e internacional de muchos Estados. La interdependencia debe estar acompañado por un crecimiento en el plano ético–social, para así evitar sus repercusiones negativas incluso en los mismos países actualmente más favorecidos (Cf. S. JUAN PABLO II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis,  nn. 11-22).

La solidaridad se presenta así, por tanto, como principio social y como virtud moral (Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 1939-1942). La solidaridad es un principio social ordenador de las instituciones, que supere y corrija las «estructuras de pecado» (Cf. S. JUAN PABLO II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 36. 37) en las relaciones entre  personas y pueblos, mediante la creación o la oportuna modificación de leyes, reglas de mercado, y costumbres sociales.

La solidaridad es también una verdadera y propia virtud moral, no «un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» (S. JUAN PABLO II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, n. 38) La solidaridad es virtud social fundamental, ya que se coloca en la dimensión de la justicia, virtud orientada por excelencia al bien común, y en <<la entrega por el bien del prójimo, que está dispuesto a “perderse”, en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo, y a “servirlo” en lugar de oprimirlo para el propio provecho>> (idem).

El mensaje de la doctrina social de la Iglesia acerca de la solidaridad pone en evidencia el hecho de que existen vínculos estrechos entre solidaridad y bien común, solidaridad y destino universal de los bienes, solidaridad e igualdad entre los hombres y los pueblos, solidaridad y paz en el mundo ( Cf. S. JUAN PABLO II, Carta enc.  Sollicitudo rei socialis, nn. 17.39.45).

El término «solidaridad», ha sido ampliamente empleado por el Magisterio de la Iglesia, aunque bajo distintos nombres: «El principio que hoy llamamos de solidaridad… León XIII lo enuncia varias veces con el nombre de “amistad”, que encontramos ya en la filosofía griega, por Pío XI es designado con la expresión no menos significativa de “caridad social”, mientras que Pablo VI, ampliando el concepto, de conformidad con las actuales y múltiples dimensiones de la cuestión social, hablaba de “civilización del amor”» (S. JUAN PABLO II, Carta enc. Centesimus annus, n. 10),

“El principio de solidaridad implica que los hombres de nuestro tiempo cultiven aún más la conciencia de la deuda que tienen con la sociedad en la cual están insertos: son deudores de aquellas condiciones que facilitan la existencia humana, así como del patrimonio, indivisible e indispensable, constituido por la cultura, el conocimiento científico y tecnológico, los bienes materiales e inmateriales, y todo aquello que la actividad humana ha producido. Semejante deuda se salda con las diversas manifestaciones de la actuación social, de manera que el camino de los hombres no se interrumpa, sino que permanezca abierto para las generaciones presentes y futuras, llamadas unas y otras a compartir, en la solidaridad, el mismo don” (PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ. Compendio de la doctrina social de la iglesia. N. 195).

“La cumbre insuperable de la perspectiva indicada es la vida de Jesús de Nazaret, el Hombre nuevo, solidario con la humanidad hasta la «muerte de cruz» (Flp 2,8): en Él es posible reconocer el signo viviente del amor inconmensurable y trascendente del Dios con nosotros, que se hace cargo de las enfermedades de su pueblo, camina con él, lo salva y lo constituye en la unidad”  (PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ. Compendio de la doctrina social de la iglesia, n. 196)

rafaelbalbin19@gmail.com

MISERICORDIA NO ES DEBILIDAD

No es infrecuente que se valore y se alabe alguna forma de violencia o de abuso hacia los más débiles, quizás con la excusa de promover la justicia. El hombre fuerte sería el que domina, el que vence, el nacido para triunfar. La misericordia quedaría entonces relegada para los débiles y timoratos. Sin embargo en el ejercicio de la misericordia brilla toda la fuerza de la virtud.

Esto se nos presenta claramente en los atributos divinos, pues Dios es a la vez omnipotente y misericordioso. «Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta su omnipotencia»: “Las palabras de santo Tomás de Aquino muestran cuánto la misericordia divina no sea en absoluto un signo de debilidad, sino más bien la cualidad de la omnipotencia de Dios” (PAPA FRANCISCO, Bula Misericordiae vultus , n. 6).

La liturgia de la Iglesia nos invita a implorar de Dios el poder de su misericordia: «Oh Dios que revelas tu omnipotencia sobre todo en la misericordia y el perdón»: “Dios será siempre para la humanidad como Aquel que está presente, cercano, providente, santo y misericordioso”. <Paciente y misericordioso> es el binomio que a menudo aparece en el Antiguo Testamento para describir la naturaleza de Dios. Su ser misericordioso se constata concretamente en tantas acciones de la historia de la salvación donde su bondad prevalece por encima del castigo y la destrucción”. (PAPA FRANCISCO, idem).

Los Salmos son una sentida expresión de confianza de los hijos de Dios en la misericordia divina. Desde el fondo de la indigencia humana se eleva la voz de la súplica: «Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus dolencias; rescata tu vida del sepulcro, te corona de gracia y de misericordia» (Sal 103, 3-4). Esa misericordia tiene manifestaciones muy concretas: «Él Señor libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos y levanta al caído; el Señor protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y a la viuda; el Señor ama a los justos y entorpece el camino de los malvados» (Sal 146, 7-9); «El Señor sana los corazones afligidos y les venda sus heridas […] El Señor sostiene a los humildes y humilla a los malvados hasta el polvo» (Sal 147, 3.6).

El Papa Francisco ha subrayado el carácter personal y concreto de la misericordia divina. “Así pues, la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de un amor <visceral>. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón” (PAPA FRANCISCO, idem).

La misericordia de Dios acompaña al amor divino, que es eterno. “<Eterna es su misericordia>: es el estribillo que acompaña cada verso del Salmo 136 mientras se narra la historia de la revelación de Dios (…) Repetir continuamente <Eterna es su misericordia>, como lo hace el Salmo, parece un intento por romper el círculo del espacio y del tiempo para introducirlo todo en el misterio eterno del amor. Es como si se quisiera decir que no solo en la historia, sino por toda la eternidad el hombre estará siempre bajo la mirada misericordiosa del Padre. No es casual que el pueblo de Israel haya querido integrar este Salmo, el grande hallel como es conocido, en las fiestas litúrgicas más importantes (PAPA FRANCISCO, idem, n. 7).

La misericordia de Dios hacia los hombres resplandece en los misterios de la Encarnación y de la Redención, y abarca con ello todos los tiempos y lugares. “Antes de la Pasión Jesús oró con este Salmo de la misericordia. Lo atestigua el evangelista Mateo cuando dice que «después de haber cantado el himno» (Mt 26, 30), Jesús con sus discípulos salieron hacia el Monte de los Olivos. Mientras instituía la Eucaristía, como memorial perenne de él y de su Pascua, puso simbólicamente este acto supremo de la Revelación a la luz de la misericordia. En este mismo horizonte de la misericordia, Jesús vivió su pasión y muerte, consciente del gran misterio del amor de Dios que se habría de cumplir en la cruz. Saber que Jesús mismo hizo oración con este Salmo, lo hace para nosotros los cristianos aún más importante y nos compromete a incorporar este estribillo en nuestra oración de alabanza cotidiana: <Eterna es su misericordia>» (PAPA FRANCISCO, idem).

 

(rafaelbalbin@yahoo.es)

EN CIRCUNSTANCIAS DIFÍCILES

La solicitud por las familias requiere de los Pastores de la Iglesia un empeño especial por aquellas que tienen que afrontar situaciones objetivamente difíciles. “Estas son, por ejemplo, las familias de los emigrantes por motivos laborales; las familias de cuantos están obligados a largas ausencias, como los militares, los navegantes, los viajeros de cualquier tipo; las familias de los presos, de los prófugos y de los exiliados; las familias que en las grandes ciudades viven prácticamente marginadas; las que no tienen casa; las incompletas o con uno solo de los padres; las familias con hijos minusválidos o drogados; las familias de alcoholizados; las desarraigadas de su ambiente culturaI y social o en peligro de perderlo; las discriminadas por motivos políticos o por otras razones; las familias ideológicamente divididas; las que no consiguen tener fácilmente un contacto con la parroquia; las que sufren violencia o tratos injustos a causa de la propia fe; las formadas por esposos menores de edad; los ancianos, obligados no raramente a vivir en soledad o sin adecuados medios de subsistencia” (SAN JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 77).

Las familias de emigrantes han de ser acogidas en su gran patria, la Santa Madre Iglesia. Y en la medida de lo posible atendidas según su idioma y su cultura, velando por sus condiciones laborales, la unidad de los miembros de la familia y la educación de los hijos.

En las familias ideológicamente divididas los creyentes deben ser fortalecidos en la fe y sostenidos en la vida cristiana, a la par que se estimula el ambiente de comprensión y de diálogo. “Las ideologías extrañas a la fe pueden estimular a los miembros creyentes de la familia a crecer en la fe y en el testimonio de amor” (idem).

Otras situaciones difíciles proviene de las naturales vicisitudes intrafamiliares: “la adolescencia inquieta, contestadora y a veces problematizada de los hijos; su matrimonio que les separa de la familia de origen; la incomprensión o la falta de amor por parte de las personas más queridas; el abandono por parte del cónyuge o su pérdida, que abre la dolorosa experiencia de la viudez, de la muerte de un familiar, que mutila y transforma en profundidad el núcleo original de la familia” (idem).

Ha de ser también atendido el período de la ancianidad. Con la posible profundización del amor conyugal cada vez más purificado y ennoblecido por una larga e ininterrumpida fidelidad, la paciencia ante el sufrimiento de la soledad, del decaimiento de las fuerzas y de la enfermedad. La consideración del valor de la cruz y la resurrección de Cristo debe ofrecer perspectivas de santificación, esperanza y alegría.

Las parejas que viven en matrimonio mixto presentan peculiares circunstancias, en ocasiones difíciles. La parte católica tiene el compromiso de vivir su fe y de procurar bautizar y educar a los hijos en la ella. Entre el marido y la mujer ha de amarse la libertad religiosa, que excluye las presiones indebidas y las trabas para la práctica religiosa. Ambos cónyuges deben ser fieles a sus deberes religiosos. “El bautismo común y el dinamismo de la gracia procuran a los esposos, en estos matrimonios, la base y las motivaciones para compartir su unidad en la esfera de los valores morales y espirituales” (idem, n. 78). En la preparación al matrimonio y a la boda será muy conveniente la colaboración cordial entre el ministro católico y el no católico.

Análogo aunque no igual es el matrimonio entre católicos y no bautizados. El católico debe respetar las convicciones religiosas de la otra parte, que en no pocos casos son prácticamente inexistentes. El cónyuge católico necesita el respeto de su fe, ejercida como testimonio genuino, a la vez que procura que los hijos sean bautizados y educados en la fe católica.

 

(rafaelbalbin@yahoo.es)

EL ROSTRO DE LA MISERICORDIA

El hombre tiene una profunda nostalgia de Dios, su principio y su fin, aunque algunas veces la plantee buscando sucedáneos que puedan llenar su vacío existencial. Quizás en esa circunstancia se imagine el rostro de Dios como un rostro severo, duro, condenatorio; como el de algunos ídolos paganos que traslucen su paternidad demoníaca. Pero no es así: Dios es Amor, y su amor se manifiesta como misericordia hacia sus criaturas. Además es un Dios cercano, que ha querido hacerse asequible a nosotros. “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre. El misterio de la fe cristiana parece encontrar su síntesis en esta palabra. Ella se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret” (PAPA FRANCISCO, Bula Misericordiae vultus, n.1).

 

Hay un largo proceso histórico, a través del cual Dios ha ido revelando paulatinamente sus designios de salvación y misericordia para la humanidad, pasando por alto los desprecios y aun las apostasías de todos los tiempos. “El Padre, «rico en misericordia» (Ef 2, 4), después de haber revelado su nombre a Moisés como «Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad» (Ex 34, 6) no ha cesado de dar a conocer en varios modos y en tantos momentos de la historia su naturaleza divina” (PAPA FRANCISCO, idem).

 

No está lejos de nosotros el rostro de Dios. Él ha querido hacerse tan cercano que algunos, desconcertados, querrían alejarlo de su vida: -no me quieras tanto, déjame en paz, en mi vida triste, pero mía.

Pero su misericordia no le permite la indiferencia. “En la «plenitud del tiempo» (Ga 4, 4), cuando todo estaba dispuesto según su plan de salvación, Él envió a su Hijo nacido de la Virgen María para revelarnos de manera definitiva su amor. Quien lo ve a Él ve al Padre (cfr Jn 14, 9). Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios” (PAPA FRANCISCO, idem).

El hombre, que nace desnudo y muere consumido, tiene necesidad de la misericordia, a pesar de sus delirios de grandeza. “Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación” (idem, n. 2).

Dios se nos ha revelado en su misericordia, particularmente en la vida de Jesucristo, en el Evangelio. La montaña del Sinaí, con rayos y truenos, es ya el monte de las Bienaventuranzas, en que se promete felicidad a quien vive de amor. “Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro” (idem).

Salimos de nuestra indigencia acogiendo el amor de Dios hacia nosotros, sin rechazarlo con gesto de autosuficiencia. “Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado” (idem, n. 2).

Sólo así aprendemos a mirar al prójimo sin rencor y sin indiferencia. “Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida” (idem, n. 2).

Es el gran reto de nuestro tiempo.

(rafaelbalbin@yahoo.es)