Los Evangelios relatan detalladamente cómo fue el proceso que llevó a Jesús a la muerte, y las circunstancias que concurrieron en él. Entre las autoridades religiosas judías no había una posición unánime. 

Ecce Homo. Oleo sobre cobre (S XVII)

Personajes notables como José de Arimatea o el fariseo Nicodemo eran en secreto discípulos de Jesús, y durante mucho tiempo los dirigentes discutieron acerca de la persona y la doctrina de Jesús. San Juan afirma en su Evangelio que “un buen número creyó en él” (12, 42), si bien de un modo débil. Poco después de Pentecostés “multitud de sacerdotes iban aceptando la fe” (Hechos de los Apóstoles 6, 7), y “algunos de la secta de los fariseos… habían abrazado la fe” (Ibidem 15, 5). Más tarde, Santiago dice a San Pablo que “miles y miles de judíos han abrazado la fe, y todos son celosos partidarios de la Ley” (Ibidem 21, 20).

            Ante la predicación de Jesús y el creciente número de los que le seguían, los fariseos habían decidido excluir de la Sinagoga a sus partidarios. Los sumos sacerdotes, movidos por una preocupación exclusivamente política, estaban temerosos y pensaban que “todos creerían en él; y vendrían los romanos y destruirían nuestro Lugar Santo y nuestra nación” y el sumo sacerdote Caifás dijo, profetizando inconscientemente: “Es mejor que muera uno solo por el pueblo y no que perezca toda la nación” (Juan 11, 48-50). Cuando el Sanedrín condenó a muerte a Jesús, por lo que consideraban una blasfemia: llamarse Hijo de Dios, le llevaron ante Poncio Pilatos, Procurador romano, para que éste lo sentenciase a muerte con todas las de la ley. Ante Pilatos las acusaciones son de corte político: las que el romano podía entender. Y también son políticas las presiones y amenazas que le hicieron para que éste cediera a sus deseos.

            ¿Quién  es, entonces, el culpable de la muerte de Jesús? Indudablemente hay una clara responsabilidad por parte de quienes tuvieron una intervención protagónica  en el proceso: Judas, Caifás, Pilatos. Pero no sería justo atribuir esta responsabilidad indiscriminada y colectivamente a los judíos de Jerusalén. La muchedumbre que grita pidiendo la muerte de Jesús fue manipulada por sus dirigentes, y después de Pentecostés  las recriminaciones dirigidas al pueblo no son una acusación sino una llamada a la conversión. “El mismo Jesús perdonando en la Cruz (cf Lucas 23, 34) y Pedro siguiendo su ejemplo apelan a «la ignorancia» (Hechos de los Apóstoles 3, 17) de los judíos de Jerusalén e incluso de sus jefes. Y aún menos, apoyándose en el grito del pueblo: «¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mateo 27, 25), que significa una fórmula de ratificación (cf Hechos de los Apóstoles 5, 28; 18, 6), se podría ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el espacio y en el tiempo” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 597). Resulta muy cómodo y muy injusto echar la culpa de la muerte de Jesús a los judíos. El Concilio Vaticano II afirma: “Lo que se perpetró en su pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de hoy… No se ha de señalar a los judíos como reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la Sagrada Escritura” (Declaración Nostra aetate, n. 4).

            Determinando culpabilidades, no hay que olvidar que “los pecadores mismos fueron los autores y como los instrumentos de todas las penas que soportó el divino Redentor” (Catecismo Romano I, 5, 11). Todos los hombres, y en particular los cristianos, tenemos la responsabilidad de la pasión de Jesús, muerto por nuestros pecados. “Debemos considerar como culpables de esta horrible falta a los que continúan recayendo en sus pecados. Ya que son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz, sin ninguna duda los que se sumergen en los desórdenes y en el mal «crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia» (Hebreos 6, 6). Y es necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el de los judíos. Porque según el testimonio del apóstol, «de haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria» (1 Corintios 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle. Y cuando renegamos de Él con nuestras acciones, ponemos de algún modo sobre Él nuestras manos criminales” (Catecismo Romano I, 5, 11). Tal como afirma también San Francisco de Asís (Admon. 5, 3): “Y los demonios no son los que le han crucificado; eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados”.

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Acerca de Rafael María de Balbin

Rafael María de Balbín Behrmann es Sacerdote, Doctor en Filosofía por la Universidad Lateranense de Roma y Doctor en Derecho por la Universidad de Navarra. Ha dictado conferencias y cursos sobre temas de Filosofía, Teología y Derecho y ha escrito numerosos artículos en la prensa diaria de Venezuela. Ha sido Capellán del Liceo Los Robles (Maracaibo), de La Universidad del Zulia (Maracaibo) y de la Universidad Monteávila (Caracas) y Asesor del Concilio Plenario de Venezuela. Así como Director del Centro de Altos Estudios de la Universidad Monteávila.