Los hechos, las cosas, los acontecimientos, el arte….solo nos entregan su sentido si los contemplamos, los analizamos desde fuera, desde un nivel más general, superior. Aplicándole ese método Ibiza y sus islas adyacentes nos entregan facetas que desde dentro son difíciles de descubrir
David Morgan arribó a Ibiza, de forma permanente, hacia los años 70. Marino inglés, su apellido de pirata no le hacía honor pues era un caballero de la mar que enamorado de la isla llegó a hacerse con el mercado de yates de segunda mano. Le fue bien durante unos años y patroneaba una goleta, la “Barbara Jane” construida en Valencia sobre planos del siglo XIX.
He compartido con mi marido Agustín, no sin a veces cierto sacrificio, la afición a la navegación a vela. El inglés era, como típico marino, parco en palabras. Un día con rumbo a Formentera en mitad de los freos Agustín, que había llevado con nosotros y un grupo de amigos un operador de televisión, en una entrevista le preguntó por qué había elegido las islas Pitiusas para descansar su cuerpo de las largas singladuras llevando y trayendo barcos ajenos. Morgan, con absoluta seguridad en su voz respondió en cámara, “Es lo más bello que hay en el Mediterráneo occidental”.
Agustín, por mediación de Morgan, compró un pequeño velero de madera a un australiano que en su tierra esquilaba ovejas y a la sazón vivía en su pequeña casa flotante. Poco más de siete metros de eslora pero, según mi marido, una excelente construcción en roble realizada en Inglaterra en 1936 por algún carpintero de ribera de Burnan-on-Crouch. Típico barco diseñado para aguantar el Mar del Norte, le cambiamos el nombre de “Olivet” por el germánico “Taube” (Paloma en alemán) y nos propusimos explorar toda la costa ibicenca desde nuestro nuevo cascarón.
Fuimos grandes amantes de Ibiza, nosotros y nuestros cuatro hijos, durante muchos años hasta que las autoridades y los poderosos de la isla se empeñaron en modernizarla hasta convertirla en casi irreconocible. Mi marido escribió hace pocos años un artículo publicado en HECHOS DE HOY –el periódico digital de un matrimonio adorable, Angelika y Juan Fernando, también amantes de la isla- anunciando la muerte, por éxito, de la Ibiza que conocimos. Fue nuestra despedida de las Pitiusas, pero uno de los recuerdos más persistentes que tenemos de la isla de los pinos es el de haberla circunnavegado a vela de cala en cala.
El espectáculo de los islotes Es Vedrá y Vedranell vistos entre la suave neblina de la madrugada es sobrecogedor. Para el no habituado a pasar junto a ellos, o entre ellos, es difícil determinar su magnitud. Vigilante de la entrada a los freos, el gigante de piedra de 382 metros de altura con su eterna acompañante la isla de Vedranell, solo entrega parte de sus misterios en la tenue luz de las madrugadas.
Navegando desde poniente y superados los islotes citados hay algunas calas imprescindibles. Cala Llentrisca, de difícil acceso por tierra, Cala Yondal y la pequeña pero entrañable Sa Caleta, cuyo pequeño montículo fue elegido por algunos fenicios que se establecieron frente al mar. Con viento de poniente y con la protección de Punta Yondal se puede fondear rodeado de tradicionales chamizos en los que pescadores de bajura guardan sus redes y sus barcas en seco. Con suerte y buena amistad se puede gozar de una caldereta increíble.
Para los que odian la arena la playa de Codolá ofrece buenas posibilidades de baño y de buceo con botellas de oxígeno. Las salinas, explotación salinera desde la época romana, ya era conocida y explotada por los cartagineses.
Adentrarse en los freos hacia el puerto de Ibiza exige cierta atención. Paisaje bellísimo con corrientes a veces traidoras que mejor es explorar fuera de temporada ya que se ha convertido en una de las zonas más transitadas por yates, transbordadores y horteras con dinero de todo el Mediterraneo.
El puerto de Ibiza mejor dejarlo por babor pero disfrutar de la visión de D’alt Vila desde el mar. Para los amantes de la historia, recuerdos de asentamientos, batallas, reconquistas y un ir y venir de pueblos diversos que han ido dejando cada uno se personalidad grabada en la arquitectura o redescubierta en las excavaciones arqueológicas que han dado origen a uno de los museos de arte púnico más importantes del mundo.
Según subimos hacia el norte, siempre dejando la costa a nuestro babor, dejamos Talamanca, demasiado cercana a la “civilización”, Cala Llonga se le puede dar un ligero paseo sin fondear y si no necesitamos ayuda del varadero de Santa Eulalia podemos hacer varios fondeos de las calas del este de la isla, a cual más interesantes mientras la altura de la costa va creciendo suavemente. Mucho cuidado con la placa de Santa Eulalia, cercana a la pequeña isla que lleva el mismo nombre, es un bajo peligroso de 1,60 metros de profundidad.
Al pasar cercanos a la pequeña cala Mastella, con un fondo complicado para el fondeo, es imprescindible –si hemos reservado antes- disfrutar de una caldereta de arroz con pescado del día en El Bigotes. No puede decirse que el bigotes estuviera allí desde la época de los cartagineses, pero es una verdadera institución gastronómica de la isla desde los años sesenta del pasado siglo.
Llegados a cala San Vicente decidimos fondear y pasar allí la noche. En el monte que protege San Vicente, la cueva de Es Culleram, ahora protegida por una verja de hierro, nos habla de ofrendas a Tanit y de restos de barro cocido de pequeñas estatuillas de la diosa. Cuando comencemos de nuevo la vuelta marítima a la isla de Ibiza trataremos del las maravillosas calas del norte encajadas en una costa elevada que invita a meditar en los escasos refugios que pueden tener los barcos que tienen esa costa a sotavento.