La unión de amor que caracteriza a la familia pide también su continuidad a través del tiempo. “La comunión conyugal se caracteriza no sólo por su unidad, sino también por su indisolubilidad: <Esta unión íntima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman su indisoluble unidad> (Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 48)” (S. JUAN PABLO II. Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 20).
Está presente en nuestro ambiente cultural el miedo al compromiso. Pareciera que el amor depende solamente del sentimiento, y por tanto que fuera cambiante y tornadizo, como suelen ser los sentimientos. No se valora suficientemente el compromiso libre y voluntario que una persona es capaz de asumir en una decisión que se extiende con plena firmeza hacia el futuro. “Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza (…) la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza” (idem).
El amor verdadero aspira a la perennidad: es para siempre. Así lo exige una donación total e irrestricta, que no quiere ser traicionada. “Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: El quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia” (idem).
La gracia sacramental confirma y robustece la ordenación natural del matrimonio a la perennidad. “Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha inscrito en el corazón del hombre y de la mujer, y en la celebración del sacramento del matrimonio ofrece un <corazón nuevo>: de este modo los cónyuges no sólo pueden superar la <dureza de corazón>, sino que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne. Así como el Señor Jesús es el <testigo fiel>, es el <sí> de las promesas de Dios y consiguientemente la realización suprema de la fidelidad incondicional con la que Dios ama a su pueblo, así también los cónyuges cristianos están llamados a participar realmente en la indisolubilidad irrevocable, que une a Cristo con la Iglesia su esposa, amada por él hasta el fin” (idem).
Así la ayuda de Dios viene en auxilio de la debilidad humana, incluso cuando las circunstancias no parecen nada favorables. “El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor: <lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre>” (idem).
He aquí un reto muy actual: “Dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas de nuestro tiempo” (idem).
¿Qué ocurre, sin embargo, cuando la unión familiar se rompe, con la separación de los cónyuges, que se presenta como irremediable? En esa situación dolorosa sigue vigente el imperativo de la fidelidad a través del tiempo; “es obligado también reconocer el valor del testimonio de aquellos cónyuges que, aun habiendo sido abandonados por el otro cónyuge, con la fuerza de la fe y de la esperanza cristiana no han pasado a una nueva unión: también estos dan un auténtico testimonio de fidelidad, de la que el mundo tiene hoy gran necesidad. Por ello deben ser animados y ayudados por los pastores y por los fieles de la Iglesia” (idem).
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