Visto el derecho de libertad religiosa desde la perspectiva de los “otros derechos fundamentales”, se puede plantear una “tensión” entre el enfoque positivo de este derecho y el de libertad de opinión. Por mi parte tiendo a considerar que la “libertad religiosa” es una especificación de la “libertad de expresión” que, por supuesto, también es un concepto eurocéntrico. Desde un enfoque positivo, la libertad de opinión consiste en que cualquier persona puede expresar públicamente sus opiniones sin que pueda por ello ser perseguido por el poder público, como único depositario legitimado para usar o delegar la fuerza coercitiva (según la consabida expresión de Max Weber). Desde este punto de vista, la “libertad religiosa” puede entenderse como una manifestación de creencias y está, pues, comprendida en la libertad de opinión.

 

Que la libertad religiosa sea una concreción o un corolario del principio general de libertad de opinión es cierto desde una consideración conceptual, aunque no lo sea desde una perspectiva histórica. En la evaluación de la tradición ilustrada europea la libertad de opinión es históricamente, creo yo, un corolario de la “libertad religiosa”. Se llega al pronunciamiento de un principio general de libertad de expresión a partir de la previa aceptación histórica del principio de libertad religiosa. Esto es importante consignarlo, porque es significativo de por qué al catolicismo le costó tanto tiempo aceptar en el plano político y social el supuesto que teológicamente le era inherente de autonomía moral de la conciencia y, por tanto, de la expresión del pensamiento[i]. No me extenderé sobre este particular. Solamente puntualizaré, como referencia indicativa, que, en mi opinión, el afianzamiento del “libre examen”, que da lugar a la noción lockiana de tolerancia entre interpretaciones distintas de una misma confesión religiosa, se encuentra en la génesis de la progresiva concreción del axioma ilustrado de que nadie puede ser perseguido por la manifestación de sus opiniones.

En síntesis, esto es lo que se puede decir sobre el aspecto positivo del derecho de libertad religiosa. Considerando, entonces, los dos aspectos, el de la libertad de opinión y el de la protección de la institución religiosa, hay muchos reparos para admitir que la mofa, el escarnio, la burla de la religión, entendida como una institución en la que se realizan comunitariamente las devociones de sus fieles, pueda considerarse un ejercicio protegido por el derecho a manifestar opiniones libremente. Es posible que muchas ridiculizaciones de religiones positivas sobrepasen el ejercicio de la libertad de opinión. El argumento se basa en que a nadie se le puede obligar a hacer escarnio de otro o de otros y que hacer escarnio de otros no es un imperativo moral ni una necesidad intelectual. Mofarse de una religión es una posibilidad selectiva entre otras muchas posibles, y el excluir esa posibilidad no significa restringir la libertad de opinión, porque quedan abiertas otras muchas posibilidades a la manifestación de opiniones, significa impedir que no se ofenda gratuitamente al otro, al distinto, al dispar, al que no comparte una identidad que merece ser protegida por los poderes públicos. El modo de ejercer la libertad de opinión no es unívoco. Lo que esa restricción supone es que hay cauces para la libertad de opinión y de expresión que no requieren la ridiculización y la mofa, y, por supuesto, la injuria o el escarnio.

 

La polémica sobre la famosa viñeta de las barbas del profeta o las caricaturas de Charlie Hebdo puede servir de ejemplo de este punto de vista. Las posibilidades abiertas a expresar una opinión sobre los musulmanes no se limitan, porque son indefinidas, por impedir que se haga escarnio o burla de sus creencias. Siempre hay un número indefinible de posibilidades abiertas al ejercicio de la crítica. A los jueces compete acotar las diferencias entre una y otra cosa, entre hacer escarnio o injuria y emitir una opinión libremente. El argumento final sobre este particular de que se trata de cosas diferentes se basa en el uso del lenguaje: en principio, hay tantos motivos para aceptar a trámite el significado lingüístico de la palabra “opinión”, como para aceptar el significado de otras palabras como “escarnio”, “insulto”, “mofa”, “ridiculización” o “burla”. Pero si se trata de “escarnio”, no se trata de “opinión” o, al menos, no de opinión tout court. En consecuencia el “escarnio”, como la injuria, no están comprendidos en la “opinión”. La ridiculización y la burla pueden entenderse, en el mejor de los casos, como una “especificación del significado global de “opinión”. Tal vez la ridiculización o la burla tengan sentido en un chiste o en una farsa, pero no en otros contextos.

 

Naturalmente, si esto es aplicable a los musulmanes también lo es, por supuesto, a las diferentes profesiones cristianas. El respeto institucional es exigible ante quienes quieren hacer valer su libertad de opinión, porque los modos de expresar una opinión son creativos, indefinibles e ilimitados. No se restringe, ni se limita la libertad, porque se exija una obligación de respeto de la imagen o de la identidad común que excluya el insulto o la ofensa. No se trata, pues, de excepciones privilegiadas de un principio general, se trata de acotaciones del campo de aplicación del principio para que el principio mismo tenga un sentido inequívoco y sea posible la protección de los gratuitamente vilipendiados, ofendidos o maltratados. A sensu contrario, hay que entender que estas acotaciones tienen un valor institucional, se refieren a la identidad, y pueden tener su correlato en la protección de la imagen y del honor de las personas.

 

Quiero decir con ello que una persona no puede argüir que interpreta los ritos ajenos como mofa de sus creencias particulares, o que las creencias de otros le parecen agresivas o ridículas para su punto de vista, porque un punto de vista personal de rechazo de la identidad ajena no forma parte de la identidad propia, es una mera opinión subjetiva, que puede expresar, pero que no puede esgrimir como argumento para impedir una práctica religiosa o un culto común: su disgusto particular por los ritos no es un patrimonio que merezca protección jurídica[ii]. No está, por definición, incluida en el campo de la libertad religiosa entendida positivamente como derecho a profesar una u otra creencia. Hay un párrafo en el célebre ensayo Sobre la libertad de Stuart Mill que confirma este criterio y sobre el que vale la pena reflexionar, pues la actitud que delata es propia de muchos que profesan un laicismo no neutral, sino religiosamente antirreligioso[iii].

 

Bien, todo esto tiene que ver con lo que he llamado el enfoque positivo del principio de libertad religiosa. Pero hay otro aspecto que también hay que tener en cuenta y que es complementario de ese enfoque que he calificado de positivo. Se trata de la versión negativa de ese derecho a la libertad religiosa. Negativamente puede entenderse la libertad religiosa como el derecho que asiste a cualquier persona a no ser obligada a profesar una religión. Esta dimensión, que he calificado de negativa, es tan importante como la primera, que he llamado positiva. La combinación de ambos aspectos, positivo y negativo, aclara que el derecho de la persona es prioritario al de la protección de una religión, o de una ideología nacionalista, como institución comunitaria.

 

Negativamente considerado, el principio de libertad se interpreta ahora de modo inverso a como lo expuse antes: consiste en el derecho de toda persona a que no se le imponga una práctica, a que no se le obligue a persistir en una creencia si disiente o desea abjurar de ella, a que se le permita a cambiar de creencia si lo desea. Esto es imprescindible tenerlo en cuenta, porque sitúa en su verdadero lugar la relación entre la protección de la religión como institución comunitaria y la aceptación personal. De aplicar un criterio como el que los nacionalistas aplican a la defensa de un idioma, la obligación de fidelidad a una religión prevalecería sobre el derecho a que no se le obligue a alguien a profesarla, aunque no lo desee. Y el argumento sería el mismo que suelen utilizar los nacionalistas. Profesar una religión en un sistema un régimen autocrático es un bien público del sistema, como hablar una determinada lengua es concebido por los nacionalistas como un bien público que debe ser protegido por encima de los derechos personales [iv].

 

La complementariedad de los dos aspectos, positivo y negativo, del derecho a la libertad religiosa, que es un principio general de entendimiento, independientemente de que sea o no un concepto meramente eurocéntrico. Esta conjunción deja clara la importancia de abordar el tema de la libertad religiosa desde una perspectiva integral que trascienda la de una cultura o identidad determinada, porque ofrece un criterio de regulación de la libertad religiosa desde una perspectiva democrática y puede servir de punto de partida para la crítica reflexiva de los sistemas teocráticos que exigen respeto sin asegurar reciprocidad.

 

Esto es, muy importante, porque significa que el derecho personal de “libertad religiosa” no es, como lo es el derecho a la protección de la identidad, intrarreligioso, sino extrarreligoso. Implica que hay “libertad religiosa” para elegir, adoptar o profesar una u otra religión, lo cual significa que dentro de una religión que se profesa no hay una “libertad religiosa” positiva, sino justamente la “negativa”. Positivamente se ejerce la libertad religiosa dentro de una religión cuando se está en ella, eso se llama adhesión, convicción o profesión. La libertad religiosa propiamente dicha dentro de la religión se manifiesta a la inversa, cuando se rechaza la religión que se profesa, es decir, negativamente[v]. O sea, uno ejerce su libertad negativamente marchándose, renunciando, apostatando. La apostasía puede sea un pecado, pero, en una sociedad inspirada en el principio de libertad, es un derecho, y es un derecho personal. Que alguien profese libremente una religión significa, pues, desde el punto de vista de la libertad positiva, que no se le puede impedir que practique sus ritos, que deba protegerse la institución de las invectivas gratuitas y de las ofensas injuriosas, pero no significa que haya un derecho institucional para exigir que alguien persista en esa religión a la que una vez se adhirió, ya por nacimiento, ya por conversión. Tiene que ser así, porque el derecho de libertad religiosa significa que se es libre para profesar una u otra religión, no una religión determinada, por tanto, también incluye que se pueda cambiar de religión. Eso implica que se es libre para dejar de profesar la religión que se profesa, pues, de otro modo, no se garantizaría que se pudiera profesar otra si alguien lo deseara.

 

La admisión a trámite de estos dos aspectos, positivo y negativo, del derecho de libertad religiosa, o sea el análisis del concepto de libertad desde el punto de vista “extrarreligioso” y desde el “intrarreligioso”, o, lo que es equivalente, la conjugación del enfoque positivo de la libertad (o sea, todo el mundo es libre de profesar una religión) y de su complementario implícito, el enfoque negativo (es decir, nadie puede ser obligado a profesar una religión en la que no cree o en la que ha dejado de creer) nos permite delimitar, creo yo, con nitidez el problema más serio que se plantea en una democracia liberal de tensión entre “la libertad religiosa” y “otros derechos fundamentales”. Los “derechos fundamentales”, desde “una perspectiva occidental”, y posiblemente, racional, derivan de la identidad sustantiva[vi] personal y, a partir de ella, solo a partir de ella, pueden extenderse en su dimensión comunitaria. Este es el principio regulador básico para dirimir los conflictos que puedan plantearse.

 

Esto significa lo siguiente en la práctica. Una confesión religiosa no puede obligar a sus miembros a profesar y cultivar los ritos de esa confesión hasta el extremo de impedir que el fiel puede dejar de practicar o convertirse a otra, o simplemente, adherirse al ateísmo (lo cual, desde este punto de vista, puede ser interpretado como una religión invertida, que se distingue por negar, rechazar, las otras religiones). Esa obligación entra en conflicto con el derecho negativo de la “libertad religiosa”. No me voy a extender sobre este particular, porque, en la práctica, la adhesión a una religión es una manifestación de la identidad social y, si exceptuamos la cristiana, donde a causa de la extensión del criticismo y del nihilismo, la proyección societaria de la religión ha dejado de tener influencia, (incluso se puede decir lo contrario, donde se la fuerza a replegarse como si ser cristiano solo pudiera ser un asunto privado sin proyección social), la identidad suele tener un componente tan intensamente religioso que pocas personas estarían dispuestas a cambiar de confesión.

 

CONCLUSIÓN: AXIOMA DE LA IDENTIDAD DEMOCRÁTICA

 

Solamente concluiré que la dimensión comunitaria de la religión, (como la del sentimiento nacional) no puede imponerse a la dimensión personal de la libertad. Si fuera así no habría libertad religiosa, sino obligatoriedad confesional. Nadie podría adherirse a una religión distinta o desvincularse de la que profesa. Este corolario no afecta, por tanto, al cristianismo, pues la base de la adhesión es, en lo que a mi conocimiento alcanza, personal, pero puede comprometer a otras religiones en la medida en que se considere la permanencia en ellas como una obligación comunitaria que se impone a la persona. Si en una democracia se puede crear un conflicto entre quien desea abjurar y las autoridades religiosas o la presión social y familiar que se lo impida, en una teocracia no hay siquiera posibilidad de evitar la fuerza del ambiente. No me extenderé sobre este particular, que cada cual saque sus conclusiones.

 

En realidad, desde una consideración intrarreligiosa, profesar una religión, estar dentro de ella, es un asunto de identidad, no de libertad. Y la libertad consiste en que no se le pueda impedir a nadie ese ejercicio o que no se le obligue a permanecer en él contra su voluntad.

 

Luis Núñez Ladevéze

Catedrático de UCM. Profesor Emérito Extraordinario CEU

 

 

 

 

 

 

 

[i] Tal vez sea oportuno puntualizar que, en La ficción del pacto social, distinguí entre la autonomía moral de la persona como supuesto de imputación (penal, por ejemplo) y autarquía de la persona como fuente u origen de las normas sociales. Esto segundo es lo propio del individualismo ilustrado, pero no del liberalismo racionalista.

[ii] Es un lugar frecuente en la tradición ilustrada. Hume expresa su disgusto por los ritos católicos que califica de “abominables” y Voltaire los ridiculiza sarcásticamente. El resentimiento ilustrado hacia el catolicismo puede explicarse como reacción al dogmatismo tridentino y a la alianza absolutista del Trono y del Altar, las cuales expresan más la dependencia a circunstancias históricas que un contenido conceptual. Ese resentimiento forma parte de la consolidación de una ideología “laicista” ligada al proceso de secularización que no suele ser consciente de sus componentes prejudicativos.

[iii] “Hay muchos que consideran como una ofensa toda conducta que les disgusta, tomándola como un ultraje a sus sentimientos, como el fanático acusado de irrespetuosidad hacia los sentimientos religiosos de los demás, contestaba que eran ellos los que no respetaban los suyos al persistir en sus abominables cultos o creencias. Pero no hay mayor paridad entre el interés de una persona por su propia opinión y el de otra que se sien te ofendida por su mantenimiento que la que existe entre el deseo dce un ladró de apoderarse de una bolsa y el de su legítimo propietario de retenerla. Y el gusto de una persona es cosa tan peculiar de ella como su opinión o su bolsa”. MILL (1997):210.

[iv] Véase el texto de KYMLICKA de la nota 16. Se plantea el problema del “patriotismo cívico” y del deber de defensa de la nación o del Estado, conceptos ligados al de “nación cívica” de Kymlicka. No es el momento ahora de tratar esta cuestión. Pero entiendo que el punto de vista de la Conferencia Episcopal sobre la “unidad de España” como “bien moral”, si se refiere a la unidad del Estado democrático como garante de una “identidad democrática aconfesional” es perfectamente asumible y que la crítica de los obispos nacionalistas y la expuesta por Setién carecen de fundamento ya que se basan en la supremacía de la identidad nacional sobre la personal. Cfr. SETIÉN (2004).

 

[v] De nuevo me inspiro en Kymlicka: “el culturalismo liberal rechaza la idea de que los grupos puedan restringir legítimamente los derechos civiles o políticos básicos de sus propios miembros en nombre de la salvaguarda de la pureza o la autenticidad de la cultura y las tradiciones del grupo. No obstante, un concepto liberal del multiculturalismo puede asignar a los grupos diversos derechos frente a la sociedad mayor, con el fin de reducir su vulnerabilidad de los grupos ante el poder económico o político de la mayoría… Para simplificar, podríamos decir que los derechos de las minorías son coherentes con el culturalismo liberal si a) protegen la libertad de los miembros en el seno del grupo y b) promueven relaciones de igualdad (de no dominación) entre los grupos. (Id, 36)

 

[vi] Vacilé al escribir “sustantiva”, pero es una palabra que figura en el DRAE y que puede tener un sentido nítido en contraste con “identidad social” Puede servir para entender un párrafo como este de Taylor: “…La vía democrática entra en conflicto con toda idea rígida de la supervivencia cultural, o de un derecho absoluto a ésta. La vía democrática significa respeto a todas las culturas, pero también desafía a todas las culturas a que abandonen aquellos valores intelectuales y morales que son incompatibles con los ideales de libertad” (Id. 130)

 

(En el Blog)