Foto del avatar

Acerca de Rafael María de Balbin

Rafael María de Balbín Behrmann es Sacerdote, Doctor en Filosofía por la Universidad Lateranense de Roma y Doctor en Derecho por la Universidad de Navarra. Ha dictado conferencias y cursos sobre temas de Filosofía, Teología y Derecho y ha escrito numerosos artículos en la prensa diaria de Venezuela. Ha sido Capellán del Liceo Los Robles (Maracaibo), de La Universidad del Zulia (Maracaibo) y de la Universidad Monteávila (Caracas) y Asesor del Concilio Plenario de Venezuela. Así como Director del Centro de Altos Estudios de la Universidad Monteávila.

UNA ANTROPOLOGÍA INTEGRAL

“En el contexto de una cultura que deforma gravemente o incluso pierde el verdadero significado de la sexualidad humana, porque la desarraiga de su referencia a la persona, la Iglesia siente más urgente e insustituible su misión de presentar la sexualidad como valor y función de toda la persona creada, varón y mujer, a imagen de Dios” (S. JUAN PABLO II. Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 32).

Los rasgos fundamentales de la persona humana y de su orientación al amor y a la vida no son un simple dato cultural, dependiente de consideraciones subjetivas individuales y de un consenso social más o menos difundido. “En esta perspectiva el Concilio Vaticano II afirmó claramente que «cuando se trata de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal»” (idem).

ver más

EL VALOR DE LA VIDA

La cultura de la vida tiene un especial ámbito en todo lo que concierne al matrimonio y a la familia. “La doctrina de la Iglesia se encuentra hoy en una situación social y cultural que la hace a la vez más difícil de comprender y más urgente e insustituible para promover el verdadero bien del hombre y de la mujer” (S. JUAN PABLO II. Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 30).

Nos encontramos con demasiadas voces pesimistas. “En efecto, el progreso científico-técnico, que el hombre contemporáneo acrecienta continuamente en su dominio sobre la naturaleza, no desarrolla solamente la esperanza de crear una humanidad nueva y mejor, sino también una angustia cada vez más profunda ante el futuro. Algunos se preguntan si es un bien vivir o si sería mejor no haber nacido; dudan de si es lícito llamar a otros a la vida, los cuales quizás maldecirán su existencia en un mundo cruel, cuyos terrores no son ni siquiera previsibles” (idem).

También el egoísmo y el hedonismo se oponen a la cultura de la vida. “Otros piensan que son los únicos destinatarios de las ventajas de la técnica y excluyen a los demás, a los cuales imponen medios anticonceptivos o métodos aún peores. Otros todavía, cautivos como son de la mentalidad consumista y con la única preocupación de un continuo aumento de bienes materiales, acaban por no comprender, y por consiguiente rechazar la riqueza espiritual de una nueva vida humana” (idem).

Con el alejamiento humano del Dios de la vida, se abre paso la cultura de la muerte. “La razón última de estas mentalidades es la ausencia, en el corazón de los hombres, de Dios cuyo amor sólo es más fuerte que todos los posibles miedos del mundo y los puede vencer. Ha nacido así una mentalidad contra la vida (anti-life mentality), como se ve en muchas cuestiones actuales: piénsese, por ejemplo, en un cierto pánico derivado de los estudios de los ecólogos y futurólogos sobre la demografía, que a veces exageran el peligro que representa el incremento demográfico para la calidad de la vida” (idem).

Hace falta valorar la vida, a pesar de los tristes augurios, que se han difundido por doquier. “La Iglesia cree firmemente que la vida humana, aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está en favor de la vida: y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel «Sí», de aquel «Amén» que es Cristo mismo.(84) Al «no» que invade y aflige al mundo, contrapone este «Sí» viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos acechan y rebajan la vida” (idem).

Más que una apuesta, hay una firme postura a favor de la vida. “La Iglesia está llamada a manifestar nuevamente a todos, con un convencimiento más claro y firme, su voluntad de promover con todo medio y defender contra toda insidia la vida humana, en cualquier condición o fase de desarrollo en que se encuentre” (idem).

Rechacemos el totalitarismo contra la vida, a escala nacional. Y también el neocolonialismo internacional, que amenaza a los pueblos más desprotegidos. “Por esto la Iglesia condena, como ofensa grave a la dignidad humana y a la justicia, todas aquellas actividades de los gobiernos o de otras autoridades públicas, que tratan de limitar de cualquier modo la libertad de los esposos en la decisión sobre los hijos. Por consiguiente, hay que condenar totalmente y rechazar con energía cualquier violencia ejercida por tales autoridades en favor del anticoncepcionismo e incluso de la esterilización y del aborto procurado. Al mismo tiempo, hay que rechazar como gravemente injusto el hecho de que, en las relaciones internacionales, la ayuda económica concedida para la promoción de los pueblos esté condicionada a programas de anticoncepcionismo, esterilización y aborto procurado” (idem).

COOPERADORES DEL AMOR

 

La creación propiamente dicha no es un atributo del hombre. Cuando decimos que un artista crea y que tiene mucha creatividad, estamos hablando de modo figurado. Crear es hacer algo de la nada, con una novedad total. Y nosotros somos incapaces de esa proeza: siempre necesitamos algo de lo cual partir.

Esto es muy claro en la caso de una nueva vida humana. Un hijo es completamente desproporcionado con respecto a las fuerzas de sus padres. Crear personas rebasa nuestras posibilidades humanas. Pero podemos colaborar. “Dios, con la creación del hombre y de la mujer a su imagen y semejanza, corona y lleva a perfección la obra de sus manos; los llama a una especial participación en su amor y al mismo tiempo en su poder de Creador y Padre, mediante su cooperación libre y responsable en la transmisión del don de la vida humana: «Y bendíjolos Dios y les dijo: Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla»” (S. JUAN PABLO II. Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 28).

La historia de las generaciones está atravesada por un designio de amor, del que los esposos son cooperadores. “Así el cometido fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre” (idem).

La apertura a la vida no es un detalle sin importancia en la vida de un matrimonio y de una familia. Es fruto y signo del amor de los esposos, testimonio vivo de su mutua entrega. «El cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente su propia familia» ( CONC. ECUM. VAT. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 50).

Pero la cooperación con el amor creador de Dios no se limita a la procreación, sino que tiene múltiples facetas a lo largo del tiempo: “se amplía y se enriquece con todos los frutos de vida moral, espiritual y sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a los hijos y, por medio de ellos, a la Iglesia y al mundo” (idem).

Por la especialísima relevancia de la familia y del matrimonio para el bien de la humanidad, no debe el cristiano desentenderse de sus problemas. “Precisamente porque el amor de los esposos es una participación singular en el misterio de la vida y del amor de Dios mismo, la Iglesia sabe que ha recibido la misión especial de custodiar y proteger la altísima dignidad del matrimonio y la gravísima responsabilidad de la transmisión de la vida humana” (idem, n. 29).

Así decía S. Juan Pablo II: “De este modo, siguiendo la tradición viva de la comunidad eclesial a través de la historia, el reciente Concilio Vaticano II y el magisterio de mi predecesor Pablo VI, expresado sobre todo en la encíclica Humanae vitae, han transmitido a nuestro tiempo un anuncio verdaderamente profético, que reafirma y propone de nuevo con claridad la doctrina y la norma siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia sobre el matrimonio y sobre la transmisión de la vida humana” (idem).

(rafaelbalbin@yahoo.es)

¿SON LOS NIÑOS Y ANCIANOS UN ENGORRO?

 

Considerando la relevancia y la dignidad de la familia, hay que destacar lo referente a los derechos del niño. Estos integrantes de la comunidad familiar son los más débiles y a la vez los más necesitados de protección y de cariño. ”En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una atención especialísima al niño, desarrollando una profunda estima por su dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a sus derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular cuando el niño es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es minusválido”. (S. JUAN PABLO II. Exhor. Apost. Familiaris consortio, n. 26).

El cuidado y la atención a esta primera edad a constituido siempre un afán prioritario de la familia cristiana. “Procurando y teniendo un cuidado tierno y profundo para cada niño que viene a este mundo, la Iglesia cumple una misión fundamental. En efecto, está llamada a revelar y a proponer en la historia el ejemplo y el mandato de Cristo, que ha querido poner al niño en el centro del Reino de Dios: «Dejad que los niños vengan a mí,…que de ellos es el reino de los cielos» ( Lc 18, 16; cfr. Mt 19, 14; Mc 10, 14). (idem, n. 26)

Lejos de considerar a los niños como un engorro o como un peligro, los hijos deben ser siempre una fuente de alegría. Así decía S. Juan Pablo II: “Repito nuevamente lo que dije en la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 2 de octubre de 1979: <Deseo… expresar el gozo que para cada uno de nosotros constituyen los niños, primavera de la vida, anticipo de la historia futura de cada una de las patrias terrestres actuales. Ningún país del mundo, ningún sistema político puede pensar en el propio futuro, si no es a través de la imagen de estas nuevas generaciones que tomarán de sus padres el múltiple patrimonio de los valores, de los deberes y de las aspiraciones de la nación a la que pertenecen, junto con el de toda la familia humana. La solicitud por el niño, incluso antes de su nacimiento, desde el primer momento de su concepción y, a continuación, en los años de la infancia y de la juventud es la verificación primaria y fundamental de la relación del hombre con el hombre. Y por eso, ¿qué más se podría desear a cada nación y a toda la humanidad, a todos los niños del mundo, sino un futuro mejor en el que el respeto de los Derechos del Hombre llegue a ser una realidad plena en las dimensiones del Dos mil que se acerca?>» (Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, 21 (2 de octubre del 1979): AAS 71(1979), 1159).

El designio de Dios es que los hombres crezcamos en el amor. Y ese crecimiento tiene su primer ámbito en la familia. “La acogida, el amor, la estima, el servicio múltiple y unitario -material, afectivo, educativo, espiritual- a cada niño que viene a este mundo, deberá constituir siempre una nota distintiva e irrenunciable de los cristianos, especialmente de las familias cristianas; así los niños, a la vez que crecen <en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres»> (Lc 2, 52), serán una preciosa ayuda para la edificación de la comunidad familiar y para la misma santificación de los padres” (Familiaris consortio, n. 26)

ver más

ESPOSO Y PADRE

Así como hay una general aceptación de la importancia de la figura de la madre en la comunidad familiar, se hace precisa una revaloración del papel del padre, imprescindible para que el matrimonio y la familia cumplan su altísima misión en la vida de los esposos y de los hijos. El varón no es prescindible ni viene preterido por la relevancia de la mujer. “Dentro de la comunión-comunidad conyugal y familiar, el hombre está llamado a vivir su don y su función de esposo y padre. El ve en la esposa la realización del designio de Dios: <No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada> y hace suya la exclamación de Adán, el primer esposo: <Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne>” (S. JUAN PABLO II, Exhot. Apost. Familiaris consortio, n. 25).

Lejos de cualquier machismo, la función del esposo y padre es sumamente importante. No le corresponde ni un dominio despótico ni, por el contrario, la indiferencia y la lejanía. “El auténtico amor conyugal supone y exige que el hombre tenga profundo respeto por la igual dignidad de la mujer: <No eres su amo -escribe S. Ambrosio- sino su marido; no te ha sido dada como esclava, sino como mujer… Devuélvele sus atenciones hacia ti y sé para con ella agradecida por su amor>. El hombre debe vivir con la esposa <un tipo muy especial de amistad personal>” (idem).

La consideración puramente natural, se enriquece a la luz de la Revelación divina. “El cristiano además está llamado a desarrollar una actitud de amor nuevo, manifestando hacia la propia mujer la caridad delicada y fuerte que Cristo tiene a la Iglesia” (idem).

La vida matrimonial y familiar son el camino ordinario previsto en los planes de Dios para el enriquecimiento humano y espiritual del varón esposo y padre, con un llamado a su generosidad. “El amor a la esposa madre y el amor a los hijos son para el hombre el camino natural para la comprensión y la realización de su paternidad. Sobre todo, donde las condiciones sociales y culturales inducen fácilmente al padre a un cierto desinterés respecto de la familia o bien a una presencia menor en la acción educativa, es necesario esforzarse para que se recupere socialmente la convicción de que el puesto y la función del padre en y por la familia son de una importancia única e insustituible” (idem).

La importancia de que el esposo y padre asuma su papel se manifiesta claramente por los efectos negativos que conlleva su omisión. “Como la experiencia enseña, la ausencia del padre provoca desequilibrios psicológicos y morales, además de dificultades notables en las relaciones familiares, como también, en circunstancias opuestas, la presencia opresiva del padre, especialmente donde todavía vive el fenómeno del machismo, o sea, la superioridad abusiva de las prerrogativas masculinas que humillan a la mujer e inhiben el desarrollo de sanas relaciones familiares” (idem).

Son hermosos y estimulantes los retos que se plantean al esposo y padre, en la vida del hogar y en el entorno social. “Revelando y reviviendo en la tierra la misma paternidad de Dios, el hombre está llamado a garantizar el desarrollo unitario de todos los miembros de la familia. Realizará esta tarea mediante una generosa responsabilidad por la vida concebida junto al corazón de la madre, un compromiso educativo más solícito y compartido con la propia esposa, un trabajo que no disgregue nunca la familia, sino que la promueva en su cohesión y estabilidad, un testimonio de vida cristiana adulta, que introduzca más eficazmente a los hijos en la experiencia viva de Cristo y de la Iglesia” (idem).

(rafaelbalbin@yhahoo.es)

SIN EXCLUSIONES

La dignidad de la persona, de toda persona humana, exige respeto en toda circunstancia y para toda peculiaridad individual. Por ello ha de ser proclamada la igualdad esencial de varones y mujeres, dentro de las características esenciales que corresponden a la especie humana.  “La Iglesia, con el debido respeto por la diversa vocación del hombre y de la mujer, debe promover en la medida de lo posible en su misma vida su igualdad de derechos y de dignidad; y esto por el bien de todos, de la familia, de la sociedad y de la Iglesia” (S. JUAN PABLO II. Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 23).

La igual dignidad y características esenciales de varones y mujeres no significan una uniformidad, que sería un enorme empobrecimiento de la condición y de la convivencia humana. Gracias a Dios los varones somos distintos de las mujeres y viceversa. Con diversas capacidades y modos de ser y actuar.  “Es evidente sin embargo que todo esto no significa para la mujer la renuncia a su femineidad ni la imitación del carácter masculino, sino la plenitud de la verdadera humanidad femenina tal como debe expresarse en su comportamiento, tanto en familia como fuera de ella, sin descuidar por otra parte en este campo la variedad de costumbres y culturas” (idem).

¿Por qué, entonces se insiste tanto en los derechos de la mujer? Porque hay una larga y lamentable tradición milenaria de discriminaciones y de exclusión social de la persona femenina. En las circunstancias actuales el materialismo ambiental contribuye a esta minusvaloración. “Desgraciadamente el mensaje cristiano sobre la dignidad de la mujer halla oposición en la persistente mentalidad que considera al ser humano no como persona, sino como cosa, como objeto de compraventa, al servicio del interés egoísta y del solo placer; la primera víctima de tal mentalidad es la mujer” (idem, n. 24)

Bien se puede decir que la mujer es más frágil que el varón ante la pérdida de los auténticos valores humanos y cristianos, aunque todos somos vulnerables. “Esta mentalidad produce frutos muy amargos, como el desprecio del hombre y de la mujer, la esclavitud, la opresión de los débiles, la pornografía, la prostitución -tanto más cuando es organizada- y todas las diferentes discriminaciones que se encuentran en el ámbito de la educación, de la profesión, de la retribución del trabajo, etc.” (idem).

Las exclusiones en perjuicio de la mujer no son sólo cosas del pasado, sino una pesada carga que arrastramos en estos comienzos del siglo XXI: “Además, todavía hoy, en gran parte de nuestra sociedad permanecen muchas formas de discriminación humillante que afectan y ofenden gravemente algunos grupos particulares de mujeres como, por ejemplo, las esposas que no tienen hijos, las viudas, las separadas, las divorciadas, las madres solteras” (idem).

(rafaelbalbin@yahoo.es)

MUJERES

En esa Carta Magna de la familia que es la Exhortación Apostólica Familiaris consortio de S. Juan Pablo II, no podía faltar una neta enseñanza acerca de la dignidad y la misión de las mujeres: “De la mujer hay que resaltar, ante todo, la igual dignidad y responsabilidad respecto al hombre; tal igualdad encuentra una forma singular de realización en la donación de uno mismo al otro y de ambos a los hijos, donación propia del matrimonio y de la familia. Lo que la misma razón humana intuye y reconoce, es revelado en plenitud por la Palabra de Dios; en efecto, la historia de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la mujer” (n. 22).

En efecto, la persona humana se realiza por igual bajo las dos modalidades de varón y de mujer. “Creando al hombre <varón y mujer>, Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer, enriqueciéndolos con los derechos inalienables y con las responsabilidades que son propias de la persona humana” (idem). De forma paradigmática:  “Dios manifiesta también de la forma más elevada posible la dignidad de la mujer asumiendo El mismo la carne humana de María Virgen, que la Iglesia honra como Madre de Dios, llamándola la nueva Eva y proponiéndola como modelo de la mujer redimida” (idem).

El Nuevo Testamento está lleno de testimonios acerca del papel protagónico que a la mujer corresponde: “El delicado respeto de Jesús hacia las mujeres que llamó a su seguimiento y amistad, su aparición la mañana de Pascua a una mujer antes que a los otros discípulos, la misión confiada a las mujeres de llevar la buena nueva de la Resurrección a los apóstoles, son signos que confirman la estima especial del Señor Jesús hacia la mujer. Dirá el Apóstol Pablo: <Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús>” (idem).

En esta valoración de la personalidad femenina es preciso progresar: “no se puede dejar de observar cómo en el campo más específicamente familiar una amplia y difundida tradición social y cultural ha querido reservar a la mujer solamente la tarea de esposa y madre, sin abrirla adecuadamente a las funciones públicas, reservadas en general al hombre [varón]” (idem, n. 23).

No tendría por qué haber una contraposición entre el trabajo fuera del hogar y las tareas domésticas. “No hay duda de que la igual dignidad y responsabilidad del hombre y de la mujer justifican plenamente el acceso de la mujer a las funciones públicas. Por otra parte, la verdadera promoción de la mujer exige también que sea claramente reconocido el valor de su función materna y familiar respecto a las demás funciones públicas y a las otras profesiones. Por otra parte, tales funciones y profesiones deben integrarse entre sí, si se quiere que la evolución social y cultural sea verdadera y plenamente humana” (idem).

Las condiciones culturales y legales deben ayudar a la integración entre las labores externas y las domésticas. “Si se debe reconocer también a las mujeres, como a los hombres, el derecho de acceder a las diversas funciones públicas, la sociedad debe sin embargo estructurarse de manera tal que las esposas y madres no sean de hecho obligadas a trabajar fuera de casa y que sus familias puedan vivir y prosperar dignamente, aunque ellas se dediquen totalmente a la propia familia” (idem).

Se precisa un doble cambio cultural: el primero se refiere a la valoración de las funciones públicas de las mujeres, que en buena parte ya se ha producido en nuestras sociedades occidentales. Pero falta la valoración de las labores intrafamiliares.  “Se debe superar además la mentalidad según la cual el honor de la mujer deriva más del trabajo exterior que de la actividad familiar. Pero esto exige que los hombres estimen y amen verdaderamente a la mujer con todo el respeto de su dignidad de persona, y que la sociedad cree y desarrolle las condiciones adecuadas para el trabajo doméstico” (idem).

EL AMBIENTE FAMILIAR EXIJE ESFUERZO

Para designar un ámbito agradable y acogedor se utiliza con frecuencia la expresión de ambiente familiar. Sea para la propaganda de un restaurante, de un local comercial o de reunión social, esta expresión evoca algo deseado o añorado por mucha gente.

El auténtico ambiente familiar se apoya en la unión de los esposos, que está en la base de la familia.”La comunión conyugal constituye el fundamento sobre el cual se va edificando la más amplia comunión de la familia, de los padres y de los hijos, de los hermanos y de las hermanas entre sí, de los parientes y demás familiares” (SAN JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 2).

Mal podría haber una fraterna convivencia social si la unión de las personas no comienza por la familia. Si la familia no está unida, tampoco la sociedad en su conjunto lo estará. Habrá una cierta tolerancia, una cortesía mínima, pero nada más. Se cumpliría el dicho venezolano de que Fulano es <luz en la calle y oscuridad en la casa>. “Esta comunión radica en los vínculos naturales de la carne y de la sangre y se desarrolla encontrando su perfeccionamiento propiamente humano en el instaurarse y madurar de vínculos todavía más profundos y ricos del espíritu: el amor que anima las relaciones interpersonales de los diversos miembros de la familia, constituye la fuerza interior que plasma y vivifica la comunión y la comunidad familiar” (idem).

Todo ello viene reforzado, para los cristianos, por la eficacia del Sacramento del matrimonio. “La familia cristiana está llamada además a hacer la experiencia de una nueva y original comunión, que confirma y perfecciona la natural y humana. En realidad la gracia de Cristo, <el Primogénito entre los hermanos>, es por su naturaleza y dinamismo interior una <gracia fraterna> como la llama Santo Tomás de Aquino” (idem).

El buen ambiente familiar es responsabilidad compartida de cada uno de los familiares. “Todos los miembros de la familia, cada uno según su propio don, tienen la gracia y la responsabilidad de construir, día a día, la comunión de las personas, haciendo de la familia una <escuela de humanidad más completa y más rica>: es lo que sucede con el cuidado y el amor hacia los pequeños, los enfermos y los ancianos; con el servicio recíproco de todos los días, compartiendo los bienes, alegrías y sufrimientos” (idem).

La familia es la comunidad educativa por excelencia. “Un momento fundamental para construir tal comunión está constituido por el intercambio educativo entre padres e hijos, en que cada uno da y recibe. Mediante el amor, el respeto, la obediencia a los padres, los hijos aportan su específica e insustituible contribución a la edificación de una familia auténticamente humana y cristiana” (idem). En la medida en que los padres ejerzan su autoridad como un servicio a los hijos, contando con la libertad de éstos, “y también si los padres mantienen viva la conciencia del <don> que continuamente reciben de los hijos” (idem).

El buen ambiente familiar no viene dado por sí mismo, automáticamente. “La comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la reconciliación” (idem).

¿Por qué sufrir?

El ser humano tiende siempre y necesariamente a ser feliz. Y, sin embargo, se encuentra frecuentemente con el dolor y el sufrimiento. Esta experiencia puede provocar un profundo desconcierto, y hasta una crisis en la fe y en la esperanza. Pero no hay razón para ello. “El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor. Viendo la unión de Cristo con el Padre, incluso en el momento de mayor sufrimiento en la cruz (cf. Mc 15,34), el cristiano aprende a participar en la misma mirada de Cristo” (Papa FRANCISCO, Enc. Lumen fidei, n. 56).

El sufrimiento nos hace más humanos, en cuanto quebranta la dureza de nuestro corazón. Cuando sufrimos aprendemos a com-padecernos del sufrimiento de los demás. “La luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo. ¡Cuántos hombres y mujeres de fe han recibido luz de las personas que sufren! San Francisco de Asís, del leproso; la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus pobres. Han captado el misterio que se esconde en ellos. Acercándose a ellos, no les han quitado todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón cumplida de todos los males que los aquejan. La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz. Cristo es aquel que, habiendo soportado el dolor, « inició y completa nuestra fe » (Hb 12,2)” (idem, n. 57).

Desconfiemos de una felicidad consumista, prefabricada. El sufrimiento tiene un sentido, que toca a cada uno descubrir. “En unidad con la fe y la caridad, la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto, que se sitúa en una perspectiva diversa de las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, pero que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día. No nos dejemos robar la esperanza” (idem).

El creyente sabe que no está solo ante el infortunio. “María lo acompañará hasta la cruz (cf. Jn 19,25), desde donde su maternidad se extenderá a todos los discípulos de su Hijo (cf. Jn 19,26-27). También estará presente en el Cenáculo, después de la resurrección y de la ascensión, para implorar el don del Espíritu con los apóstoles (cf. Hch 1,14)” (idem, n. 59).

PARA SIEMPRE

La unión de amor que caracteriza a la familia pide también su continuidad a través del tiempo. “La comunión conyugal se caracteriza no sólo por su unidad, sino también por su indisolubilidad: <Esta unión íntima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman su indisoluble unidad> (Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 48)” (S. JUAN PABLO II. Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 20).

Está presente en nuestro ambiente cultural el miedo al compromiso. Pareciera que el amor depende solamente del sentimiento, y por tanto que fuera cambiante y tornadizo, como suelen ser los sentimientos. No se valora suficientemente el compromiso libre y voluntario que una persona es capaz de asumir en una decisión que se extiende con plena firmeza hacia el futuro. “Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza (…) la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza” (idem).

El amor verdadero aspira a la perennidad: es para siempre. Así lo exige una donación total e irrestricta, que no quiere ser traicionada. “Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: El quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia” (idem).

La gracia sacramental confirma y robustece la ordenación natural del matrimonio a la perennidad. “Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha inscrito en el corazón del hombre y de la mujer, y en la celebración del sacramento del matrimonio ofrece un <corazón nuevo>: de este modo los cónyuges no sólo pueden superar la <dureza de corazón>, sino que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne. Así como el Señor Jesús es el <testigo fiel>, es el <sí> de las promesas de Dios y consiguientemente la realización suprema de la fidelidad incondicional con la que Dios ama a su pueblo, así también los cónyuges cristianos están llamados a participar realmente en la indisolubilidad irrevocable, que une a Cristo con la Iglesia su esposa, amada por él hasta el fin” (idem).

Así la ayuda de Dios viene en auxilio de la debilidad humana, incluso cuando las circunstancias no parecen nada favorables. “El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor: <lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre>” (idem).

He aquí un reto muy actual: “Dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas de nuestro tiempo” (idem).

¿Qué ocurre, sin embargo, cuando la unión familiar se rompe, con la separación de los cónyuges, que se presenta como irremediable? En esa situación dolorosa sigue vigente el imperativo de la fidelidad a través del tiempo; “es obligado también reconocer el valor del testimonio de aquellos cónyuges que, aun habiendo sido abandonados por el otro cónyuge, con la fuerza de la fe y de la esperanza cristiana no han pasado a una nueva unión: también estos dan un auténtico testimonio de fidelidad, de la que el mundo tiene hoy gran necesidad. Por ello deben ser animados y ayudados por los pastores y por los fieles de la Iglesia” (idem).

 

*********