Quizás sea éste un modo sencillo de decir lo que expresó el Concilio Ecuménico de Calcedonia, del año 451, a propósito de la divinidad y la humanidad de Cristo, en la unidad de una sola Persona: “Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad, «en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (Hebreos 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona”.
A este propósito enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 464): “El acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios, no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. Él se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que la falseaban”.
Las primeras herejías (el docetismo de los gnósticos) negaban que Jesucristo tuviera una humanidad verdadera. La fe cristiana defendió desde los tiempos apostólicos la verdadera encarnación del Hijo de Dios. Más adelante el Concilio de Nicea, del año 325, aclaró la divinidad de Cristo, frente al error de Arrio que afirmaba que sólo era una criatura de Dios. Después apareció la herejía de Nestorio, que separaba en Jesucristo la divinidad de la humanidad, afirmando en Cristo dos personas distintas, en lugar de la única Persona divina. Por esta razón, Nestorio llamaba a la Virgen Madre de Cristo, pero no Madre de Dios: la consideraba Madre de la persona humana de Cristo, pero no del Verbo divino. El Concilio de Éfeso (año 431) afirmó que María es verdaderamente Madre de Dios, por serlo de su humanidad, inseparablemente unida a la Persona del Verbo. Más tarde los monofisitas negaron la humanidad, al sostener sólo la realidad de la naturaleza divina. El quinto Concilio ecuménico de Constantinopla, del año 553, reafirmó la plena unión de las dos naturalezas en la única Persona de Cristo: “El que ha sido crucificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdaderamente Dios, Señor de la gloria y uno de la Santísima Trinidad”.
“La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero hombre. Él es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor” (Catecismo…, n. 469).
En la unión misteriosa de la Encarnación “la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida” (Conc. VATICANO II. Const. Gaudium et spes, n. 22). Jesucristo tiene un cuerpo humano, y también un alma humana con su inteligencia y su voluntad. Y a la vez “la naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido. Todo lo que es y hace en ella pertenece a «uno de la Trinidad». El Hijo de Dios comunica, pues, a su humanidad su propio modo personal de existir en la Trinidad. Así, en su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad (cf Juan 14, 9-10)” (Catecismo…, n. 470). Dios se ha acercado estrechamente a nosotros, nos ha tendido su mano para salvarnos. “El Hijo de Dios (…) trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nació de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros” (Conc. VATICANO II, Ibidem).
El alma humana de Jesucristo estuvo dotada de un verdadero conocimiento humano: limitado y progresivo en el espacio y en el tiempo. Ese conocimiento expresaba la vida divina de su persona; por él conocía íntimamente al Padre y también los pensamientos del corazón de los hombres. Su voluntad humana se ajustó siempre perfectamente a la voluntad divina, con toda libertad. Su cuerpo era concreto y limitado: por eso se puede representar la faz humana de Jesús en las imágenes sagradas, y adorar a través de ellas a su Persona divina. “Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gálatas 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano” (Catecismo…, n. 478).
Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)