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Acerca de Rafael María de Balbin

Rafael María de Balbín Behrmann es Sacerdote, Doctor en Filosofía por la Universidad Lateranense de Roma y Doctor en Derecho por la Universidad de Navarra. Ha dictado conferencias y cursos sobre temas de Filosofía, Teología y Derecho y ha escrito numerosos artículos en la prensa diaria de Venezuela. Ha sido Capellán del Liceo Los Robles (Maracaibo), de La Universidad del Zulia (Maracaibo) y de la Universidad Monteávila (Caracas) y Asesor del Concilio Plenario de Venezuela. Así como Director del Centro de Altos Estudios de la Universidad Monteávila.

JUNTAS, PERO NO REVUELTAS

Quizás sea éste un modo sencillo de decir lo que expresó el Concilio Ecuménico de Calcedonia, del año 451, a propósito de la divinidad y la humanidad de Cristo, en la unidad de una sola Persona: “Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad, «en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado» (Hebreos 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona”.

            A este propósito enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 464): “El acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios, no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. Él se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que la falseaban”.

            Las primeras herejías (el docetismo de los gnósticos) negaban que Jesucristo tuviera una humanidad verdadera. La fe cristiana defendió desde los tiempos apostólicos la verdadera encarnación del Hijo de Dios. Más adelante el Concilio de Nicea, del año 325, aclaró la divinidad de Cristo, frente al error de Arrio que afirmaba que sólo era una criatura de Dios. Después apareció la herejía de Nestorio, que separaba en Jesucristo la divinidad de la humanidad, afirmando en Cristo dos personas distintas, en lugar de la única Persona divina. Por esta razón, Nestorio llamaba a la Virgen Madre de Cristo, pero no Madre de Dios: la consideraba Madre de la persona humana de Cristo, pero no del Verbo divino. El Concilio de Éfeso (año 431) afirmó que María es verdaderamente Madre de Dios, por serlo de su humanidad, inseparablemente unida a la Persona del Verbo. Más tarde los monofisitas negaron la humanidad, al sostener sólo la realidad de la naturaleza divina. El quinto Concilio ecuménico de Constantinopla, del año 553, reafirmó la plena unión de las dos naturalezas en la única Persona de Cristo: “El que ha sido crucificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdaderamente Dios, Señor de la gloria y uno de la Santísima Trinidad”.

            “La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero hombre. Él es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor” (Catecismo…, n. 469).

            En la unión misteriosa de la Encarnación “la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida” (Conc. VATICANO II. Const. Gaudium et spes, n. 22). Jesucristo tiene un cuerpo humano, y también un alma humana con su inteligencia y su voluntad. Y a la vez “la naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido. Todo lo que es y hace en ella pertenece a «uno de la Trinidad». El Hijo de Dios comunica, pues, a su humanidad su propio modo personal de existir en la Trinidad. Así, en su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad (cf Juan 14, 9-10)” (Catecismo…, n. 470). Dios se ha acercado estrechamente a nosotros, nos ha tendido su mano para salvarnos. “El Hijo de Dios (…) trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nació de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros” (Conc. VATICANO II, Ibidem).

            El alma humana de Jesucristo estuvo dotada de un verdadero conocimiento humano: limitado y progresivo en el espacio y en el tiempo. Ese conocimiento expresaba la vida divina de su persona; por él conocía íntimamente al Padre y también los pensamientos del corazón de los hombres. Su voluntad humana se ajustó siempre perfectamente a la voluntad divina, con toda libertad. Su cuerpo era concreto y limitado: por eso se puede representar la faz humana de Jesús en las imágenes sagradas, y adorar a través de ellas a su Persona divina. “Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gálatas 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano” (Catecismo…, n. 478).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

¿POR QUÉ UN DIOS-HOMBRE?

Ésta es la pregunta que se hace San Anselmo de Canterbury, dando con ella título a una de sus obras más conocidas, acerca de la Encarnación del Hijo de Dios y de la Redención de los hombres. 

Los teólogos se han preguntado a menudo sobre las razones y la conveniencia de la Encarnación, y se han planteado si ésta hubiera tenido lugar en el caso de que el hombre no hubiera pecado, en razón de la plenitud y reinado de Jesucristo sobre toda la creación. De todos modos esto no hace sino proponer un supuesto hipotético, ya que de hecho e históricamente el hombre pecó. Podemos conocer con certeza lo que ocurrió, no tanto lo que hubiera ocurrido en el caso de que no hubiera acontecido una tal desgracia. Es lo que la fe cristiana confiesa con el Credo Niceno-Constantinopolitano: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre”. Se enuncia así, en pocas y directas palabras, el motivo principal de que el Hijo de Dios se haya hecho hombre.

            Podemos preguntarnos, más en detalle, por el significado de esta afirmación principal de la fe cristiana. Y responder que el Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: “Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4, 10). Tal como comenta San Gregorio de Nisa: “Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador” (Or. catech. 15).

            Hay otra razón de suma importancia: “El Verbo se encarnó para que conociésemos así el amor de Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 458). Así lo expresa claramente el evangelista San Juan: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Juan 4, 9); “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16). Para persuadirnos del inmenso amor que Dios tiene por los hombres es muy importante reflexionar despacio en la realidad de la Encarnación y Redención. Dios nos ama, a cada uno de nosotros. No estamos solos. No estamos nunca dejados de la mano de Dios.

            Para nuestra búsqueda del bien necesitamos un paradigma, un ejemplar de vida virtuosa. Los hombres aprendemos no sólo escuchado o leyendo, sino sobre todo imitando. Y “El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad” (Catecismo…, n. 459). No sólo las palabras, sino la vida entera de Jesucristo es un ejemplo vivo: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11, 29); “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Juan 14, 6). La ley nueva del amor a los demás por Dios, en una verdadera donación de sí, encuentra en Cristo su ejemplar: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Juan 15, 12).

            Con ello, además, nuestra condición humana es elevada hasta límites insospechados: el Verbo se encarnó para hacernos partícipes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1, 4). Con expresión audaz dice San Atanasio: “Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios”. Y con no menos atrevimiento afirma Santo Tomás de Aquino esta sublime verdad: “El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”. No es una divinización autosuficiente, soberbia, que el hombre pudiera llevar a cabo con sus solas fuerzas, sino una iniciativa de Dios a nuestro favor.

            Nos encontramos así ante un profundo misterio, que nos afecta en lo más vivo. San Juan (1, 14) lo expresa diciendo que “El Verbo se encarnó”. Y “la Iglesia llama «Encarnación» al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación” (Catecismo…, n. 461). Tal como escribió San Pablo a los Filipenses (2, 5-8), siendo Dios se humilló tomando forma humana, obedeciendo el plan amoroso del Padre para nuestra redención hasta la muerte de cruz, y recibiendo en consecuencia la exaltación y el reinado sobre todo el universo.

La fe cristiana afirma que el Hijo de Dios se encarnó verdaderamente. Ello es un claro signo distintivo suyo: “Podéis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios” (1 Juan 4, 2). Una de las primeras herejías fue el docetismo, que pretendía que la encarnación fue solamente aparente, como si su realidad desmereciera de la dignidad divina. Sin embargo el misterio, en toda su grandeza, nos manifiesta la realidad del amor del Dios-Hombre hacia nosotros.

EL AÑO 2020 TIENE NOMBRE

La venida de Jesucristo a la tierra dividió en dos la historia de la humanidad. Contamos los años, en casi la totalidad del planeta, según la cronología de antes de Cristo y después de Cristo. Su venida a la tierra constituye la plenitud de los tiempos, de la que habla el Nuevo Testamento. 

Por eso la celebración del nuevo milenio el año 2.000 no supuso un acontecimiento cosmogónico, ni un hito más en la evolutiva transformación del universo. Es la conmemoración de un hecho histórico, ocurrido hace dos milenios. Y pertenece no a los ciclos de la naturaleza sino al desenvolvimiento de los planes de Dios para la salvación de la humanidad. Los nombres que la Sagrada Escritura adjudica a Jesucristo nos permiten adentrarnos en el misterio de su Persona y de su misión.

            El primer nombre es el de Jesús, que quiere decir en hebreo «Dios salva». Es el nombre que el ángel Gabriel le dio como propio en el momento de la anunciación a María. En Jesús culminan los planes de salvación de Dios. La liberación de los israelitas por parte de Dios de la esclavitud de Egipto es figura de la definitiva y radical liberación del mayor de los males y origen de todos los demás, que es el pecado. Como el pecado es esencialmente una ofensa a Dios, sólo Él puede perdonarlo (cf. Salmo 51). Jesús el salvador de todos los hombres, es quien libera de todo pecado. De tal modo que “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hechos de los Apóstoles 4, 12). A través de la humanidad de Jesús  “estaba Dios reconciliando al mundo consigo” (2 Corintios 5, 19). “La resurrección de Jesús glorifica el nombre de Dios Salvador (cf Juan 12, 28) porque de ahora en adelante, el Nombre de Jesús es el que manifiesta en plenitud el poder soberano del «Nombre que está sobre todo nombre» (Filipenses 2, 9). Los espíritus malignos temen su Nombre (cf Hechos 16, 16-18) y en su nombre los discípulos de Jesús hacen milagros (cf Marcos 16, 17) porque todo lo que piden al Padre en su Nombre, Él se lo concede (cf Juan 15, 16)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 434).

            El nombre de Cristo procede de la palabra griega que traduce el término hebreo Mesías, que quiere decir ungido. En el Israel de la Antigua Alianza eran ungidos los que habían de cumplir una especial misión divina: los reyes, los sacerdotes y los profetas. Esta triple misión la desempeñó en plenitud Cristo, a quien ungió el Espíritu del Señor (cf Isaías11, 2). Éste fue el anuncio del ángel a los pastores de Belén: “Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lucas 2, 11). “Su eterna consagración mesiánica fue revelada en el tiempo de su vida terrena, en el momento de su bautismo por Juan, cuando «Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder» (Hechos 10, 38) «para que él fuese manifestado a Israel» (Juan 1, 31) como su Mesías. Sus obras y sus palabras lo dieron a conocer como «el santo de Dios» (Marcos 1, 24)” (Catecismo…, n. 438). Jesús aceptó el título de Mesías, pero dejando muy claro que su misión era espiritual y no terreno-temporal como pensaban muchos de sus contemporáneos. Sólo después de su muerte y resurrección resplandecerá con toda claridad su realeza mesiánica.

Cristo de la Minerva (Miguel Angel 1521). ROMA; iglesia de Santa María Sopra Minerva

            Jesucristo es el Hijo de Dios. Ello no significa simplemente una filiación adoptiva, como la de cualquier hombre que recibe la gracia de Dios, sino su condición de Hijo del Padre, por generación eterna, según la naturaleza divina. Pedro confesó a Jesús como “el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mateo 16, 16) y Jesús alabó esta confesión. La predicación de los Apóstoles tendrá desde el comienzo como centro esta verdad fundamental de la fe cristiana. Justamente la manifestación de esta filiación ante el Sanedrín es la que llevó a sus acusadores a condenarle a muerte: “Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?”, y Jesús respondió: “Vosotros lo decís: yo soy” (Lucas 22, 70). En el bautismo y en la transfiguración, la voz del Padre lo había designado como su “Hijo amado” (Mateo 3, 17; 17, 5). Sus discípulos anunciarán a los cuatro vientos: “Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1, 14).

            A Jesús se le llama también Señor. Así se tradujo al griego el inefable nombre de YHWH, que Dios había revelado a Moisés (Éxodo 3, 14). En el Nuevo Testamento se da este nombre a Dios Padre, pero también a Jesús, en reconocimiento de su divinidad. El propio Jesús así lo había manifestado a los fariseos al plantearles el sentido mesiánico del salmo 109 (cf Mateo 22, 41-46). “A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía divina” (Catecismo…, n. 447). En muchas ocasiones sus interlocutores le dieron el título de Señor. Recordemos la invocación del apóstol Tomás a Jesús resucitado: “Señor mío y Dios mío” (Juan 20, 28). “La Iglesia cree…que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro” (Con. VATICANO II. Const. Gaudium et spes, n. 10). La oración cristiana está llena de invocaciones a su Señor: “el Señor esté con vosotros”, “por Jesucristo nuestro Señor”; “Marana tha” (“¡Ven, Señor!”) (1 Corintios 16, 22), “¡Amén!¡Ven, Señor Jesús!” (Apocalipsis22, 20).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

DE LA NADA

No hay un destino ciego al que los hombres estemos necesariamente sujetos: cada uno es consciente de la dirección que libremente imprime él mismo a su propia vida. Tampoco estamos sometidos a una lotería, a un juego de azar, que en el fondo sería lo mismo que un destino ciego. 

Advertimos no sólo el influjo de nuestra propia inteligencia y libertad, sino la sabiduría y el amor de Dios que ejercen su influjo sobre la totalidad de los seres, como Él mismo nos ha revelado: “Porque tú has creado todas las cosas: por tu voluntad lo que no existía fue creado” (Apocalipsis 4, 11); “¡Cuán numerosas son tus obras, Señor! Todas las has hecho con sabiduría” (Salmo 104, 4).

            Necesariamente nos preguntamos, con asombro, por el origen del universo. Lo más sorprendente de las cosas no es que sean tales o cuales, que posean unas u otras características, sino simplemente que sean, que existan. La fe cristiana nos enseña que el mundo ha sido creado de la nada. ¿Y qué es la nada? Es tan poca cosa que no existe: la nada no es nada. Cuando decimos que Dios crea de la nada, es un modo de expresar la completa novedad de los seres creados. “Creemos que Dios no necesita nada preexistente ni ninguna ayuda para crear (…). La creación tampoco es una emanación necesaria de la substancia divina (…). Dios crea libremente «de la nada»” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 296).

            Nosotros los hombres no somos capaces de crear, en sentido propio, ni tampoco los ángeles. Necesitamos una materia de la que partir, de unos instrumentos para operar. Podemos transformar la naturaleza, pero no darle la originalidad de su ser. La madre de los Macabeos alentaba la esperanza de sus hijos, en el martirio, con estas palabras: “Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes (…). Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia” (2 Macabeos 7, 22-23. 28).

            Dios crea de la nada: puede dar a los pecadores un corazón puro, la luz de la fe a los que la ignoran, la vida del cuerpo a los difuntos mediante la Resurrección (cf. Catecismo…, n. 298). Dios ha ordenado su creación con sabiduría, y la ha orientado hacia el hombre, imagen suya. El mundo creado participa de la bondad divina. En el Génesis se dice: “Y vio Dios que era bueno… muy bueno” (Génesis 1, 4. 10. 12. 18. 21. 31). También las realidades materiales son buenas, aunque sean inferiores a las espirituales. El Creador trasciende todas sus obras: “Su majestad es más alta que los cielos” (Salmo 8, 2); y a la vez está íntimamente presente en ellas: “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos de los Apóstoles 17, 28).

            El mundo creado no está nunca dejado de la mano de Dios, aunque a veces pareciera que tratamos de zafarnos de ella. Él nos presta el ser y el obrar, todo lo que valemos y podemos. Su amor paterno nos cuida: “Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo hubieras creado. Y ¿cómo podría subsistir cosa que no hubieses querido? ¿Cómo se conservaría si no lo hubieses llamado? Mas tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida” (Sabiduría 11, 24-26).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

EN BUENAS MANOS

Cuando Dios llevó a cabo la creación del mundo, éste no quedó plenamente acabado. Vivimos en un universo dinámico, en el que hay un perfeccionamiento gradual hasta alcanzar la perfección mayor a que Dios lo destinó. Los designios divinos para llevar la obra de la creación hacia su plenitud son llamados divina providencia: por ella Dios cuida de todas y cada una de sus criaturas: “Nuestro Dios en los cielos y en la tierra, todo cuanto le place lo realiza” (Salmo 115, 3).

Jesucristo, al revelarnos la paternidad divina, nos invitó a abandonarnos confiadamente en las manos de Dios: “No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber? (…). Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura” (Mateo 6, 31-33).

            En su sabiduría y poder, Dios ha querido hacer participar a las criaturas en la realización de sus designios. Con ello nos promueve, nos eleva y perfecciona. El hombre, con su trabajo somete y domina la tierra (cf. Génesis 1, 26-28), completando así la obra de la creación como causa inteligente y libre. Somos cooperadores libres de los planes de Dios merced a nuestras acciones, oraciones y sufrimientos. Dios ha querido nuestra colaboración en la realización de su providencia: “Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece” (Filipenses 2, 13). Hasta que podamos alcanzar nuestra salvación y felicidad con la gracia de Dios.

            Hay quienes ante la presencia terrible del mal en el mundo desconfían de la sabiduría, de la bondad o del poder divino. “Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa, no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta: la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o rechazar. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal”(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 309).

            Dios pudo muy bien crear un mundo en el que el mal no hubiera podido estar presente. Sin embargo prefirió en su sabiduría crear éste, en que se ha hecho presente elmal moral, el pecado, que entró al mundo por libres decisiones desviadas del ángel y del hombre: mal enormemente más grave que los males físicos, que aparecieron como consecuencia del desorden original: las enfermedades, las destrucciones, los sufrimientos. Dios permite los males con vistas al bien, tal como afirmó San Agustín: “Porque el Dios Todopoderoso (…), por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal” (Enchiridion 11, 3). Del mayor crimen que ha cometido la humanidad: la pasión y muerte del Hijo de Dios, sacó el máximo bien de la Redención, y de la glorificación de Cristo.

            Estamos en buenas manos; con tal de que procuremos vivir como buenos hijos de Dios: “Todo coopera al bien de los que aman a Dios” (Romanos 2, 28). Él cuida de nosotros con su providencia. “Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios «cara a cara» (1 Corintios 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf. Génesis 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra” (Catecismo…, n. 314).

Rafael María  de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

HAY UN MOTIVO

Un famoso filósofo de nuestro tiempo ha afirmado que la pregunta más importante y radical que nos podemos hacer es la siguiente: «¿Por qué el ser, y no más bien la nada?».

Dicho con otras palabras: ¿Hay algún motivo, razón o explicación para que exista el universo visible, cuya riqueza y perfección la ciencia está solamente comenzando a atisbar? ¿Cómo se explica la vida y su prodigiosa variedad en el mundo vegetal y animal? ¿De dónde procede el ser humano, persona inteligente y libre?

            La Biblia comienza por unas palabras altamente reveladoras: “En el principio Dios creó el cielo y la tierra” (Génesis 1, 1). Con ello se indica que el Dios eterno ha dado principio a todo cuanto existe además de Él (hay que tener en cuenta que la expresión hebrea de el cielo y la tierra expresa la totalidad de las realidades existentes). Esta revelación bíblica viene complementada por numerosos textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que manifiestan la acción creadora de Dios Padre, por su Hijo que es la Sabiduría personal de Dios: “En Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra (…); todo fue creado por Él y para Él, Él existe con anterioridad a todo y todo tiene en Él su consistencia” (Colosenses 1, 16-17). A la vez el Credo de Nicea-Constantinopla afirma que la tercera Persona divina, el Espíritu Santo es “dador de vida” y el himno litúrgico Veni, Creator Spiritus le llama “Espíritu Creador”. San Ireneo de Lyon recoge ya en el siglo II la Tradición cristiana, cuando asevera: “Sólo existe un Dios…: es el Padre, es Dios, es el Creador, es el Autor, es el Ordenador. Ha hecho todas las cosas por sí mismo (…), por el Hijo y el Espíritu” que son como “sus manos”.

            ¿Existe un motivo para esta acción creadora? Ciertamente. El Concilio Vaticano I lo expresó diciendo que: “El mundo ha sido creado para la gloria de Dios”. ¿Qué se entiende con esta expresión tradicional? Que el motivo de la creación no es ajeno a Dios mismo, no está subordinado a nada ni a nadie, sino que encuentra sus raíces en su propia sabiduría y amor. Tal como escribió bellamente Santo Tomás de Aquino: “Abierta su mano con la llave del amor surgieron las criaturas”. Es un motivo plenamente generoso y desinteresado. Hablando con propiedad Dios no ganaba nada al crearnos, ninguna perfección que no tuviera ya; en cambio nosotros lo ganábamos todo. Con palabras del aludido Concilio: “En su bondad y por su fuerza todopoderosa, no para aumentar su bienaventuranza, ni  para adquirir su perfección, sino para manifestarla por los bienes que otorga a sus criaturas, el solo verdadero Dios, en su libérrimo designio, en el comienzo del tiempo, creó de la nada a la vez una y otra criatura, la espiritual y la corporal”.

            Ese es el motivo de la creación: “La gloria de Dios consiste en que se realice esta manifestación y esta comunicación de su bondad para las cuales el mundo ha sido creado (…). El fin último de la creación es que Dios, Creador de todos los seres, se hace por fin «todo en todas las cosas» (1 Corintios 15, 28), procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 294).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

CREADOR

“«En el principio, Dios creó el cielo y la tierra» (Génesis 1, 1). Con estas palabras solemnes comienza la Sagrada Escritura. El Símbolo de la fe las recoge confesando a Dios Padre Todopoderoso como «el Creador del cielo y de la tierra», «de todo lo visible y lo invisible»” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 279).Así como sólo nuestro Padre Dios es Todopoderoso, así también sólo Él es Creador. Cuando decimos de un hombre que es creador o que tiene mucha creatividad, lo hacemos en un sentido figurado. A Dios se debe el origen primero de todas las cosas, que culminará con la creación y santificación del hombre, y el Reinado de Cristo sobre todo el universo. Por eso las lecturas de la Vigilia Pascual, en que se celebra la resurrección y con ella el triunfo de Jesucristo, comienzan con el relato de la creación.

            Estamos aquí ante una verdad fundamental de la fe cristiana. Hay una difundida mentalidad de considerar sólo en superficie la realidad que nos circunda, y esperar de las fuerzas humanas la explicación de la vida y la solución a sus problemas. El progreso científico-experimental y tecnológico, si es mal asimilado, propicia una pretenciosa declaración de autosuficiencia por parte del hombre, y una falta de percepción de sus radicales limitaciones. “La catequesis sobre la Creación reviste una importancia capital. Se refiere a los fundamentos mismos de la vida humana y cristiana: explicita la respuesta de la fe cristiana a la pregunta básica que los hombres de todos los tiempos se han formulado: «¿De dónde venimos?» «¿A dónde vamos?» «¿Cuál es nuestro origen?» «¿Cuál es nuestro fin?» «¿De dónde viene y a dónde va todo lo que existe?». Las dos cuestiones, la del origen y la del fin, son inseparables. Son decisivas para el sentido y la orientación de nuestra vida y de nuestro obrar” (Catecismo…, n. 282).

            Las investigaciones científicas acerca de los orígenes del mundo y del hombre revisten un gran interés. Ellas enriquecen nuestro conocimiento del cosmos, de las formas de vida, de la aparición del hombre. Nos muestran la grandeza admirable del poder divino y a la vez de la inteligencia con la que Dios ha dotado al hombre; tal como afirma el libro de la Sabiduría (7, 17-21): “Fue Él quien me concedió el conocimiento verdadero de cuanto existe, quien me dio a conocer la estructura del mundo y las propiedades de los elementos (…) porque la que todo lo hizo, la Sabiduría, me lo enseñó”.

            El interés por estas cuestiones no es solamente científico-experimental, sino que atañe al sentido total del universo: azar u orden inteligente, necesidad ciega o sabiduría y bondad de Dios, prevalencia del bien o del mal. Además de los antiguos mitos religiosos sobre los orígenes del mundo, encontramos también tesis filosóficas que se oponen a la verdad revelada de un Dios Creador. Así la confusión del mundo con Dios (panteísmo), la afirmación de dos principios supremos del bien y del mal que pugnan entre sí (dualismo, maniqueísmo, gnosticismo), la independencia del mundo con respecto a un Dios lejano (deísmo), la reducción del universo a una materia eterna y autosuficiente (materialismo).

            La razón humana tiene capacidad de llegar por sus solas fuerzas a la existencia de un Dios Creador. Pero afectada por el pecado, la ignorancia y el error, históricamente sólo conoció esta verdad gracias a la revelación divina: “Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, de manera que lo que se ve resultase de lo que no aparece” (Carta a los hebreos 11, 3).

            En efecto, Dios reveló paulatinamente a los hombres el misterio de la creación: Él es el único Dios que “hizo el cielo y la tierra” (Salmo 115, 15). La revelación del Creador va unida a la Alianza de Dios con los hombres, expresión de su amor y solicitud hacia nosotros. Los tres primeros capítulos del Génesis, el mensaje de los profetas, las invocaciones de los salmos, dan a conocer ya en el Antiguo Testamento el origen y fin del universo y del hombre, el drama del pecado y la esperanza de la salvación.

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

FIARSE

Nos fiamos de una persona cuando creemos lo que nos dice, asentimos a sus afirmaciones, le otorgamos crédito o confianza. Ésta es una condición importante para la adquisición de conocimientos y aun para todo el desarrollo de la vida humana.

“El hombre no ha sido creado para vivir solo. Nace y crece en una familia para insertarse más tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree” (S. JUAN PABLO II. Enc. Fides et ratio, n. 31). Algunas de ellas son puestas en tela de juicio: “el crecimiento y la maduración personal implican que estas mismas verdades puedan ser puestas en duda y discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del pensamiento. Esto no quita que, tras este paso, las mismas verdades sean <<recuperadas>> sobre la base de la experiencia llevada que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo” (Ibidem).

            La fe humana tiene una función sumamente importante en la vida de toda persona, por muy crítica o autosuficiente que se considere: “las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal. En efecto, ¿quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿Quién podría controlar por su cuenta el flujo de informaciones que día a día se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan en línea de máxima como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por los cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de la religiosidad de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues tambiénaquél que vive de creencias” (Ibidem).

            Al igual que otros hombres nos hablan, Dios también lo ha hecho, se ha manifestado por medio de su Revelación: “Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor y mora en ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (Conc. VATICANO II. Const. Dei Verbum, n. 2). Si es razonable fiarse de las palabras de un buen amigo, mucho más razonable es fiarse de las palabras que Dios nos dirige. “La respuesta adecuada a esta invitación es la fe” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 142). Se trata ya no de una fe meramente humana: el hombre se fía de Dios, asiente a lo que Éste le revela, somete su inteligencia y su querer a Dios, con la “obediencia de la fe” (cf. Romanos 1, 5; 16, 26).

            La Biblia hace el elogio del patriarca Abraham, “el padre de todos los creyentes” (Romanos 4, 11. 18; cf. Génesis 15, 5), que abandonó su tierra y parentela para poner enteramente el rumbo de su vida en las manos de Dios, hasta llegar a ofrendarle en sacrificio a su único hijo (cfr. Hebreos 11, 17). Cuando el Redentor viene a la tierra, “la Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que <<nada es imposible para Dios>> (Lucas 1, 37; cf. Génesis 18, 14) y dando su asentimiento: <<He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra>> (Lucas 1, 38)” (Catecismo…, n. 148).

            Hace falta creer para alcanzar la verdad: “el conocimiento por creencia, que se funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el hombre, creyendo, confía en la verdad que el otro le manifiesta” (Enc. Fides et ratio, n. 32). “La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida o otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos. No se ha de olvidar que también la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un diálogo confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a veces rodea la investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos, quienes consideraban la amistad como uno de los contextos más adecuados para el buen filosofar” (Ibidem, n. 33).

            Todo esto tiene su realización más eminente con la fe en Dios. Fiarse de Dios es lo más razonable y lo más confortante. “La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado (…); la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que El dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura” (Catecismo…, n. 150). Nuestro Padre Dios se nos ha revelado por medio de su Hijo Jesucristo, y el Espíritu Santo infunde en nosotros la luz de la fe (cf. Ibidem, n. 151-152).

Rafael María de Balbín

(rbalbin19@gmail.com)

PALABRAS VERDADERAS

El lenguaje humano es signo a la vez de nuestra pobreza y de nuestra riqueza. De nuestra pobreza porque de ordinario las palabras se quedan cortas para expresar lo que un hombre lleva en su inteligencia y en su corazón.Y de nuestra riqueza porque gracias a las palabras expresamos nuestros pensamientos y afectos, y nos comunicamos con los demás.

En su bondad Dios ha querido valerse del lenguaje humano para hablar con nosotros: “La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres” (Conc. VATICANO II, Const. Dei Verbum, n. 13). A través de las palabras de la Sagrada Escritura Dios Padre se nos da a conocer. Desde toda la eternidad El dice su Verbo, su única Palabra, de la que son trasunto todas las palabras reveladas, auténticas palabras de Dios. “Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y el Cuerpo de Cristo” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 103). En la Biblia la Iglesia encuentra su alimento y su fuerza, en la escucha y vivencia de las palabras de Dios.

         La Sagrada Biblia es un libro absolutamente singular, ya que las verdades que en ella se revelan han sido escritas por inspiración del Espíritu Santo. Ningún otro libro, por excelente que sea, goza de esta cualidad única: tener como autor al mismo Dios. “La santa madre Iglesia, fiel a la base de los apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia” (Conc. VATICANO II, Const. Dei Verbum, n. 11).

         Pero, ¿acaso esos libros no han sido escritos por hombres como nosotros: Moisés, David, Isaías, Mateo, Juan, Pablo? Ciertamente que sí, y el estilo y la personalidad de esos hombres quedan reflejados en lo que escribieron. Mas al escribir actuaron como instrumentos inteligentes y libres de Dios. Es un caso singular de cooperación humana a una acción divina. Y la inspiración bíblica confiere a los libros sagrados una importancia excepcional. “En la composición de los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería” (Ibidem). La inspiración del Espíritu Santo hizo que, pese a las limitaciones humanas de los escritores sagrados, éstos escribieran todo y sólo lo que Dios quería, de manera que en la Biblia nada sobra y nada falta de lo que Dios ha querido manifestarnos para nuestra salvación.

         Una consecuencia importante de la inspiración es la veracidad bíblica: en la Sagrada Escritura no hay errores, ni grandes ni pequeños, puesto que su autor es el mismo Dios, suma Verdad. “Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra” (Ibidem). Cuando una persona cualquiera, buscándole cinco pies al gato, afirma encontrar errores en el texto bíblico, no hace sino expresar su propia ignorancia, según el conocido dicho de que la ignorancia es atrevida.

         Y es que la palabra de Dios no es letra muerta: requiere la atenta apertura de la inteligencia humana, impulsada por el Espíritu Santo (cf. Catecismo…, n. 108).

Rafael María de Balbín

(rbalbin19@gmail.com)

CONSERVAR Y PROGRESAR

Cuando un objeto de valor se nos confía en depósito, estamos en el deber de conservarlo diligentemente. 

Algo así sucede en las verdades reveladas por Dios a los hombres, que, en expresión de San Pablo a Timoteo constituyen el depósito de la fe, contenido en la Tradición Apostólica y en la Sagrada Escritura y confiado por los Apóstoles al pueblo cristiano, presidido por sus pastores (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 84).

         Cuando la palabra de Dios oral o escrita es propuesta a los fieles cristianos, el Papa y los obispos unidos a él ejercitan una auténtica interpretación magisterial, en nombre de Jesucristo. Este Magisterio está plenamente al servicio de la palabra de Dios y del pueblo fiel. No quiso Dios que pudiéramos errar en asunto de tanta monta, y por ello asiste especialmente con su ayuda al Magisterio de los pastores. Cristo dijo a sus Apóstoles: “El que a vosotros escucha a mí me escucha” (Lucas 10, 16; cf. Conc. VATICANO II, Const. Lumen gentium, n. 20).

         La actitud de los fieles cristianos ha de ser, por tanto, la de una atenta y dócil escucha a la voz del Magisterio. Cuando éste define un dogma, precisa que aquella verdad ha sido revelada por Dios y puede creerse en ella con entera seguridad. Los dogmas son luces que iluminan el camino de la vida cristiana, y reciben la adhesión de la inteligencia y del corazón de los creyentes (cf. Catecismo…, n. 85-90). Solamente aquí hay espacio para los dogmas: en las opiniones humanas hay un ancho campo para la libertad, y nadie debe proponer como si fuera un dogma su particular pensar: sería un irrespeto tiránico a la conciencia de los demás.

         Es necesario aquí hacer una precisión: cuando hablamos de depósito no queremos aludir a una verdad estática, que viene ya dada y que corresponde a unos pocos: los pastores. “Todos los fieles tienen parte en la comprensión y en la transmisión de la verdad revelada. Han recibido la unción del Espíritu Santo que los instruye y los conduce a la verdad completa” (Catecismo…, n. 91). Y así: “La totalidad de los fieles (…) no puede equivocarse en la fe (…): cuando desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral” (Conc. VATICANO II, Const. Lumen gentium, n. 12). Hay una adherencia permanente a las verdades de la fe, en cuyo conocimiento se debe profundizar, a la par que se aplica éste cada día más plenamente a la vida” (cf. Ibidem).

         No hay, pues, un inmovilismo de los creyentes, sino la invitación a un progreso constante. El Espíritu Santo asiste a la Iglesia para que el conocimiento de la fe y su vivencia real no dejen de crecer. Ello se realiza cuando los fieles contemplan y estudian las verdades reveladas, meditan lo que leen, asimilan las enseñanzas del Magisterio, se esfuerzan a diario en vivir de acuerdo con el Evangelio (cf. Catecismo…, n. 94).

         No hay por qué atisbar supuestas contradicciones entre lo que Dios ha revelado y la enseñanza autorizada de los pastores por El designados. “La Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según su carácter, y bajo la guía del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas” (Conc. VATICANO II. Const. Dei Verbum, n. 10).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com