“Hay que educar en valores”, “se han abandonado los valores”, “si no se hubieran perdido los valores……” Esto o algo parecido se repite con frecuencia sobre todo cada vez que ocurre alguna desgracia que tiene por autor a un joven o a un niño, como si los mayores ya hubiéramos superado eso. ¿Queremos todos decir lo mismo cuando expresamos esa carencia? ¿A que valores nos referimos?
El término puede representar desde una especie de filantropía absolutamente diluida, hasta el conocimiento y práctica de auténticas virtudes morales. El nombre de virtudes morales es de Aristóteles (384-322 antes de Cristo). En lo que sí estamos de acuerdo, probablemente, es en que se echa de menos una fuerza interior en cada persona, capaz de impedir que en la sociedad reine la ley de la selva. No recuerdo si era Dostoievski o Tolstoi el que decía en una de sus novelas: “ Si al final el mundo va a acabar siendo un pedrusco helado vagando por el universo ¿para qué voy a portarme bien?. La pregunta no deja de tener su sentido y tampoco la respuesta es fácil.
Hasta la Constitución de 1812 decía que “los españoles serán justos y benéficos” . Obedecimos ese precepto tan bien que ciento veinticinco años después nos enzarzamos a tiros los justos de un lado con los benéficos del otro. Por desgracia resulta que para hacer el bien a los demás no es bastante dejarnos llevar por la corriente. Con frecuencia hay que remar con fuerza porque el río de nuestros propios intereses arrastra. En cuanto nuestros semejantes compiten con nosotros por lo que sea, el asunto ya no resulta tan cómodo y fácil. Y lo cierto es que dado que los bienes, no solo los materiales, son escasos y nosotros somos muchos y muy nuestros, la competencia resulta inevitable.
Pero echando pie a tierra ¿cómo nos gustaría que fuera la gente que nos rodea? Podrían enumerarse algunas características que favorecerían, sin duda, la convivencia tales como:
Honrada en sus opiniones, que cumpliera la palabra dada, que no robara ni defraudara, que fuera trabajadora, leal con los demás, que cumpliera las obligaciones exigibles, que no fuera envidiosa, que respetara a los otros y que todos fuéramos capaces de portarnos con los demás como nos gustaría que se portasen con nosotros, etc, etc. Pero claro cuando uno se plantea todo eso como protagonista, no se le oculta el esfuerzo que es preciso hacer para cumplir fielmente todos esos buenos deseos. También le asalta la duda acerca de la conveniencia de hacer un esfuerzo sobrehumano para portarse como se requeriría y que luego los demás sean unos golfos, se aprovechen y además se rían de él.
Otra cosa sería si estuviéramos convencidos de la existencia de un “algo” capaz de pedirnos cuenta de nuestros actos superando el tiempo y el espacio, de cuyo sentido de la justicia no cupiera ninguna duda y de cuya decisión dependiera nuestra felicidad o infelicidad. Ayudaría mucho si además estuviéramos persuadidos de que ese “algo” quiere nuestro bien, respetando escrupulosamente nuestra libertad. Yo creo que tratar de mantener en vigor un código de comportamiento sin el soporte intelectual y material de algo que nos trascienda, es como intentar resolver problemas de mecánica sin contar con la gravedad.
A mi me parece que mientras no nos planteemos las cosas en términos así de realistas, seguiremos enredando y haciéndonos trampas en el solitario de una manera mas bien triste. Lo cierto es que nuestra cultura occidental Judeo-Cristiana tiene un bagaje intelectual y ético con capacidad sobrada para dar respuesta adecuada a esos problemas que nos quitan el sueño o deberían quitárnoslo, pero -como aquella persona que buscaba la moneda, no en lugar el que la había perdido, sino unos metros mas allá porque había más luz-nos hemos empeñado en pedir peras al olmo y sencillamente, el tan citado árbol, no las da.