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Acerca de Rafael María de Balbin

Rafael María de Balbín Behrmann es Sacerdote, Doctor en Filosofía por la Universidad Lateranense de Roma y Doctor en Derecho por la Universidad de Navarra. Ha dictado conferencias y cursos sobre temas de Filosofía, Teología y Derecho y ha escrito numerosos artículos en la prensa diaria de Venezuela. Ha sido Capellán del Liceo Los Robles (Maracaibo), de La Universidad del Zulia (Maracaibo) y de la Universidad Monteávila (Caracas) y Asesor del Concilio Plenario de Venezuela. Así como Director del Centro de Altos Estudios de la Universidad Monteávila.

SUBIÓ A LOS CIELOS

Después de su Resurrección, Jesucristo se apareció en repetidas ocasiones a sus discípulos. Su cuerpo resucitado tenía ya propiedades gloriosas, nuevas y sobrenaturales. Pero durante cuarenta días conversará familiarmente con ellos, comerá y beberá, mostrándoles con ello su plena y real humanidad.

“La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (cf Hechos de los Apóstoles 1, 9) y por el cielo (cf Lucas 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (cf Marcos 16, 19; Hechos de los Apóstoles 2, 33; Salmo 110, 1)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 659).

            Aún veladamente ostenta su gloria, antes de la Ascensión a los cielos, tal como aparece en sus palabras a María Magdalena: “Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan20, 17). Sólo después de la Ascensión su exaltación gloriosa será completa. Ningún hombre puede llegar al cielo sólo con sus fuerzas humanas: “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Juan 3, 13). Para poder participar de la vida y de la felicidad de Dios, Cristo nos abre el camino, “ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino” (Misal romano, Prefacio de la Ascensión).

            La elevación de Cristo en el patíbulo de la Cruz ha sido el inicio de su triunfo y de su elevación a los cielos: “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Juan12, 32). “Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no «penetró en un Santuario hecho por mano de hombre…, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios a favor nuestro» (Hebreos 9, 24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. «De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Hebreos 7, 25)” (Catecismo…, n. 662).

            Desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: “Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada”  (SAN JUAN DAMASCENO, De fide ortodoxa 4, 2).

            Con ello se inicia el reino del Mesías, tal como estaba profetizado desde antiguo, acerca del Hijo del hombre: “A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Daniel 7, 14). Los Apóstoles serán testigos y propagadores del “Reino que no tendrá fin” (Símbolo de Nicea-Constantinopla).

 “Queda tanto por hacer. ¿Es que, en veinte siglos, no se ha hecho nada? En veinte siglos se ha trabajado mucho; no me parece ni objetivo, ni honrado, el afán de algunos por menospreciar la tarea de los que nos precedieron. En veinte siglos se ha realizado una gran labor y, con frecuencia, se ha realizado muy bien. Otras veces ha habido desaciertos, regresiones, como también ahora hay retrocesos, miedo, timidez, al mismo tiempo que no falta valentía, generosidad. Pero la familia humana se renueva constantemente; en cada generación es preciso continuar con el empeño de ayudar a descubrir al hombre la grandeza de su vocación de hijo de Dios, es necesario inculcar el mandato del amor al Creador y a nuestro prójimo” (SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ. Es Cristo que pasa, n. 121). 

La Ascensión del Señor a los cielos nos sugiere un horizonte de eternidad: “el Cristo que nos anima a esta tarea en el mundo nos espera en el Cielo (…). Cuidemos, sin embargo, de no interpretar la Palabra de Dios en los límites de estrechos horizontes. El Señor no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos, esperando sólo la consolación en el más allá. Dios nos quiere felices también aquí, pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad, que sólo Él puede colmar enteramente (…) . Cristo nos espera. «Vivimos ya como ciudadanos del cielo» (Filipenses 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios. Perseveremos en el servicio de nuestro Dios, y veremos cómo aumenta en número y en santidad este ejército cristiano de paz, este pueblo de corredención” (Es Cristo que pasa, n. 126).

QUIÉN ES EL ESPIRITU SANTO

¿Quién es el Espíritu Santo? Para muchos continúa siendo todavía el Gran desconocido. Pero dentro de la luminosa obscuridad del misterio, alcanzamos un cierto conocimiento. Y así en el misterio capital del cristianismo, la Santísima Trinidad, tenemos un conocimiento por la fe y por la experiencia personal del alma, de cada una de las tres divinas Personas.

La Santísima Trinidad.(Talla en piedra S XIV)

Así sabemos del Padre eterno, a quien especialmente se atribuyen la creación y la omnipotencia. Y de Dios Hijo, que se hizo hombre por nuestra salvación. Sin embargo, conocemos menos al Espíritu Santo, a pesar de su acción constante y eficaz en cada uno de nosotros. “El Espíritu Santo con su gracia es el primero que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva que es: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo (Juan 17, 3). 

En el tiempo es el último en la revelación de las personas de la Santísima Trinidad” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 684). Así lo explica un Padre oriental de la Iglesia: “El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al Padre, y más obscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el Espíritu tiene derecho de ciudadanía entre nosotros y nos da una visión más clara de sí mismo. En efecto, no era prudente, cuando todavía no se confesaba la divinidad del Padre, proclamar abiertamente la del Hijo y, cuando la divinidad del Hijo no era aún admitida, añadir el Espíritu Santo como un fardo suplementario si empleamos una expresión un poco atrevida… Así por avances y progresos de gloria en gloria, es como la luz de la Trinidad estalla en resplandores cada vez más espléndidos” (S. GREGORIO NACIANCENO, Orationes theologicae 5, 26).

            La fe cristiana acerca del Espíritu Santo ha sido expresamente manifestada en muchas ocasiones, a lo largo de estos veinte siglos. Así la enuncia el Concilio XI de Toledo, del año 675: “El Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de la misma substancia y también de la misma naturaleza. Por eso, no se dice que es sólo el Espíritu del Padre, sino a la vez el Espíritu del Padre y del Hijo”. Y antes, el Concilio de Constantinopla del año 381 había declarado que: “Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”.

            Como la acción del Espíritu es callada, silenciosa, puede pasar fácilmente desapercibida: sin embargo El es quien hace posible en el cristiano el conocimiento de fe, el trato personal con Jesucristo Redentor, la captación de nuestra filiación con respecto a Dios Padre. La vida de la Gracia, que comienza en el Bautismo, tiene como impulsor al Espíritu Santo (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 683).

            Hay una Economía divina, que es la dispensación de los bienes espirituales a los hombres para su salvación y plena felicidad. En ella “el Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del Designio de nuestra salvación y hasta su consumación. Pero es en los últimos tiempos, inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo, cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona” (Ibidem, n. 686).

EL PROCESO DE JESÚS

Los Evangelios relatan detalladamente cómo fue el proceso que llevó a Jesús a la muerte, y las circunstancias que concurrieron en él. Entre las autoridades religiosas judías no había una posición unánime. 

Ecce Homo. Oleo sobre cobre (S XVII)

Personajes notables como José de Arimatea o el fariseo Nicodemo eran en secreto discípulos de Jesús, y durante mucho tiempo los dirigentes discutieron acerca de la persona y la doctrina de Jesús. San Juan afirma en su Evangelio que “un buen número creyó en él” (12, 42), si bien de un modo débil. Poco después de Pentecostés “multitud de sacerdotes iban aceptando la fe” (Hechos de los Apóstoles 6, 7), y “algunos de la secta de los fariseos… habían abrazado la fe” (Ibidem 15, 5). Más tarde, Santiago dice a San Pablo que “miles y miles de judíos han abrazado la fe, y todos son celosos partidarios de la Ley” (Ibidem 21, 20).

            Ante la predicación de Jesús y el creciente número de los que le seguían, los fariseos habían decidido excluir de la Sinagoga a sus partidarios. Los sumos sacerdotes, movidos por una preocupación exclusivamente política, estaban temerosos y pensaban que “todos creerían en él; y vendrían los romanos y destruirían nuestro Lugar Santo y nuestra nación” y el sumo sacerdote Caifás dijo, profetizando inconscientemente: “Es mejor que muera uno solo por el pueblo y no que perezca toda la nación” (Juan 11, 48-50). Cuando el Sanedrín condenó a muerte a Jesús, por lo que consideraban una blasfemia: llamarse Hijo de Dios, le llevaron ante Poncio Pilatos, Procurador romano, para que éste lo sentenciase a muerte con todas las de la ley. Ante Pilatos las acusaciones son de corte político: las que el romano podía entender. Y también son políticas las presiones y amenazas que le hicieron para que éste cediera a sus deseos.

            ¿Quién  es, entonces, el culpable de la muerte de Jesús? Indudablemente hay una clara responsabilidad por parte de quienes tuvieron una intervención protagónica  en el proceso: Judas, Caifás, Pilatos. Pero no sería justo atribuir esta responsabilidad indiscriminada y colectivamente a los judíos de Jerusalén. La muchedumbre que grita pidiendo la muerte de Jesús fue manipulada por sus dirigentes, y después de Pentecostés  las recriminaciones dirigidas al pueblo no son una acusación sino una llamada a la conversión. “El mismo Jesús perdonando en la Cruz (cf Lucas 23, 34) y Pedro siguiendo su ejemplo apelan a «la ignorancia» (Hechos de los Apóstoles 3, 17) de los judíos de Jerusalén e incluso de sus jefes. Y aún menos, apoyándose en el grito del pueblo: «¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mateo 27, 25), que significa una fórmula de ratificación (cf Hechos de los Apóstoles 5, 28; 18, 6), se podría ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el espacio y en el tiempo” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 597). Resulta muy cómodo y muy injusto echar la culpa de la muerte de Jesús a los judíos. El Concilio Vaticano II afirma: “Lo que se perpetró en su pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de hoy… No se ha de señalar a los judíos como reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la Sagrada Escritura” (Declaración Nostra aetate, n. 4).

            Determinando culpabilidades, no hay que olvidar que “los pecadores mismos fueron los autores y como los instrumentos de todas las penas que soportó el divino Redentor” (Catecismo Romano I, 5, 11). Todos los hombres, y en particular los cristianos, tenemos la responsabilidad de la pasión de Jesús, muerto por nuestros pecados. “Debemos considerar como culpables de esta horrible falta a los que continúan recayendo en sus pecados. Ya que son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz, sin ninguna duda los que se sumergen en los desórdenes y en el mal «crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia» (Hebreos 6, 6). Y es necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el de los judíos. Porque según el testimonio del apóstol, «de haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria» (1 Corintios 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle. Y cuando renegamos de Él con nuestras acciones, ponemos de algún modo sobre Él nuestras manos criminales” (Catecismo Romano I, 5, 11). Tal como afirma también San Francisco de Asís (Admon. 5, 3): “Y los demonios no son los que le han crucificado; eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados”.

EL MISTERIO DE CRISTO

Respecto a la vida de Cristo, los artículos del Credo nos hablan solamente de la Encarnación (concepción y nacimiento) y de la Pascua (pasión, crucifixión, muerte, sepultura, descenso a los infiernos, resurrección, ascensión). Es lógico, ya que el Credo es solamente un resumen de la fe cristiana de todos los tiempos: desde el siglo I hasta nuestros días, y de ahí en adelante. 

Cristo en la cruz (Obra de Rafael Martínez Durbán)

Precisamente alrededor de los misterios de Navidad y Pascua se constituye el ciclo anual de la Liturgia, en que conmemoramos y revivimos la vida entera de Jesucristo.

            Los Evangelios nos relatan diversos acontecimientos de su vida oculta y de su vida pública, pero solamente algunos de ellos: aquellos que son necesarios para nuestra fe y nuestra vida cristiana, sin dar pábulo a la curiosidad humana, con una encantadora sencillez. El misterio de Cristo se nos revela a través de unos hombres de la primera generación cristiana, que inspirados por el Espíritu Santo nos manifestaron todo y sólo lo que necesitamos saber. “Desde  los pañales de su natividad (Lucas 2, 7) hasta el vinagre de su Pasión (cf Mateo 27, 48) y el sudario de su resurrección (cf Juan 20, 7), todo en la vida de Jesús es signo de su Misterio. A través de sus gestos, sus milagros y sus palabras, se ha revelado que «en él reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Colosenses 2, 9). Su humanidad aparece así como el «sacramento», es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 515).

            Hay unos rasgos comunes a todos los aspectos del Misterio de Jesús. En primer lugar toda su vida es Revelación de Dios Padre a los hombres: sus palabras y sus obras, su modo de proceder, lo que habla y lo que calla, su cumplimiento esmerado de la voluntad divina, el amor que nos manifiesta: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Juan 14, 9).

            Además toda la vida de Jesucristo constituye un Misterio de Redención, que se manifiesta especialmente por su pasión y muerte en la cruz, pero que está presente a lo largo de toda su vida terrena: la voluntaria pobreza y el trabajo ordinario, su obediencia a la Ley antigua, sus palabras de vida, las curaciones y expulsiones de demonios, su gloriosa Resurrección que es preludio y causa de la nuestra.

            La vida de Cristo es también Misterio de Recapitulación. “Todo lo que Jesús hizo, dijo y sufrió, tuvo como finalidad restablecer al hombre caído en su vocación primera: Cuando se encarnó y se hizo hombre, recapituló en sí mismo la larga historia de la humanidad procurándonos en su propia historia la salvación de todos, de suerte que lo que perdimos en Adán, es decir, el ser imagen y semejanza de Dios, lo recuperamos en Cristo Jesús (…). Por lo demás, ésta es la razón por la cual Cristo ha vivido todas las edades de la vida humana, devolviendo así a todos los hombres la comunión con Dios” (Catecismo…, n. 518).

La Sagrada Familia

            La riqueza del Misterio de Cristo es para todos y cada uno de los hombres. Él no vivió para sí mismo, sino para nosotros, desde que se encarnó «por nosotros los hombres y por nuestra salvación» hasta que murió «por nuestros pecados» (1 Corintios 15, 3) y resucitó «para nuestra justificación» (Romanos 4, 25). Después de su Ascensión a los cielos «es nuestro abogado cerca del Padre» (1 Juan 2, 1), «estando siempre vivo para interceder en nuestro favor» (Hebreos 7, 25). Por eso es preciso que nosotros participemos, como cristianos, en el Misterio de la vida de Cristo. Él es nuestro modelo. Esta consideración tiene una gran importancia, hasta el punto de que toda la vida cristiana puede ser considerada como una verdadera imitación de Cristo. Los hombres aprendemos imitando lo que nos parece digno de imitación, y no sólo cuando somos todavía niños. Los adultos también tratamos de incorporar a la propia vida todo aquello que nos parece verdadero y bueno de otras personas. Y sólo Jesucristo es perfecto hombre; todos los demás tenemos abundantes defectos. Él nos invita a ser sus discípulos y seguirle, en el amor a nuestro Padre Dios y por Él a nuestros hermanos. El Concilio Vaticano II afirmó con fuerza: “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre” (Const. Gaudium et spes, n. 22). Y esa unión, por el don de la gracia asentada en el alma del cristiano, nos impulsa a seguirle de cerca, como cristianos coherentes, con la fe y también con las palabras y con las obras.

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

JESÚS E ISRAEL

El Catecismo de la Iglesia Católica hace una interesante y matizada explicación de lo que significó la figura de Jesucristo para muchos de sus contemporáneos y a la vez de cómo precisamente Él nació, creció y desarrolló su misión universal de salvación a partir de un ambiente judío. 

Judíos ante el Muro de las Lamentaciones, único resto del Templo de Salomón

Desde los comienzos de su ministerio público encontró abundantes incomprensiones por parte de los dirigentes de Israel: fariseos, sacerdotes, escribas, ancianos. Malinterpretan la expulsión de demonios, el perdón de los pecados, las curaciones en día de sábado, su familiaridad  con los publicanos y pecadores públicos (cf n. 574). Muchas de sus palabras y de sus obras fueron para ellos aquel signo de contradicción que había profetizado en el Templo el anciano Simeón (Lucas 2, 34). A los ojos de muchos Jesús parecía actuar contra las instituciones fundamentales del Pueblo elegido, tales como la obligatoriedad de la Ley y su interpretación oral, el carácter central del Templo de Jerusalén como lugar privilegiado del culto a Dios, la fe en el  Dios único cuya majestad es inaccesible.

            Sin embargo Jesús declaró expresamente que él no había venido a acabar la Ley de la Antigua Alianza, sino a darle toda la plenitud de su sentido: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una o un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido. Por tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores, y así lo enseñe a los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; en cambio el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los cielos” (Mateo 5, 17-19). 

El cumplió la Ley como nadie, pues conocía enteramente su sentido. Los judíos más observantes no cumplían la Ley en su totalidad, y por eso en la fiesta anual de la Expiación pedían perdón por las transgresiones. Cristo cumple la Ley no sólo en  la letra, sino en  el espíritu, lejos del formalismo hipócrita y exteriorista que se había introducido en las escuelas rabínicas. “La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la Ley escrita, es la que en El se hace oír de nuevo en el Monte de las Bienaventuranzas (cf Mateo5, 1). Esa palabra no revoca la Ley sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva: «Habéis oído también que se dijo a los antepasados… pero yo os digo» (Mateo 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas «tradiciones humanas» (Marcos 7, 8) de los fariseos que «anulan la Palabra de Dios» (Marcos 7, 13). (…) Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no recibían su interpretación a pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba (cf. Juan 5, 36)” (Catecismo…, n. 581-582).

            Al igual que los profetas anteriores Jesús profesó al Templo el más profundo amor y veneración. En él fue presentado a los cuarenta días de su nacimiento, en él permaneció por tres días a la edad de doce años, a él peregrinó con ocasión de las grandes fiestas del judaísmo. El Templo es la casa de Dios, su Padre, casa de oración. De él expulsará a los mercaderes que lo profanaban: “No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado” (Juan 16, 17). En la inminencia de su Pasión Jesús profetizó la ruina del Templo, del que no quedaría piedra sobre piedra, como efectivamente sucedió a la letra años después. Ese anuncio sería deformado para ser utilizado en su contra por sus enemigos. Pero nada más lejos de la realidad que una supuesta hostilidad de Jesús hacia el Templo, donde expuso sus más fundamentales enseñanzas. Pero el Cuerpo de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, es el nuevo y verdadero Templo en que Dios habita. “Por eso su muerte corporal (cf Juan 2, 18-22) anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: «Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre» (Juan 4, 21)” (Catecismo…, n. 586).

            La misión redentora de Cristo, designio divino de salvación, rompía todos los estrechos esquemas humanos. El aceptó ser piedra de escándalo para las autoridades del Pueblo, tratando con afecto a los publicanos y pecadores, a despecho de los “que se tenían por justos y despreciaban a los demás” (Lucas 18, 9). Y afirmó: “No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores” (Lucas 5, 32). Jesús perdonó los pecados, y “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?” (Marcos 2, 7). Con ello, y con la fuerza probativa de sus milagros, se manifiesta como el verdadero Hijo de Dios. Sus afirmaciones son categóricas: “Antes que naciese Abraham, Yo soy” (Juan 8, 58); “El Padre y yo somos una sola cosa” (Juan 10. 30). Las promesas de Dios a su Pueblo se cumplen de manera tan sobreabundante, que es El mismo en persona el que viene a salvarnos. Y la abierta proclamación de la divinidad de Jesucristo será la causa concreta del rechazo y condena a muerte  por parte del Sanedrín, la más alta instancia político-religiosa de los judíos. En sus miembros concurren la ignorancia, la incredulidad y el endurecimiento del corazón (cf. Catecismo…, n. 591).

UNA CONVOCATORIA UNIVERSAL

Con frecuencia nos llegan demasiadas noticias malas, pero nos ha llegado una muy buena:     con la venida de Jesucristo a la tierra se anuncia la llegada del Reino de Dios a los hombres. Es una convocatoria universal, para todos los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos, a partir de su primer anuncio a los hijos de Israel. 

Para entrar en ese Reino es preciso acoger por la fe las enseñanzas de Jesús. El Reino será como una pequeña semilla que va germinando en el corazón de cada persona y crece con el impulso de la gracia divina en cada uno y en el entero conjunto de la humanidad.

El laico Dr José Gregorio Hernandez, conocido en Venezuela como «el médico de los pobres» cuya beatificación fue autorizada recientemente por el Papa Francisco.

            Para recibir el Reino de Dios hace falta un corazón sincero y bien dispuesto. Se ofrece a los pobres y a los pequeños, es decir a aquellos que lo acogen con humildad. No se dirige su invitación a los que ya son perfectos y sabios por sus solas fuerzas (¿Quiénes serían estos?), sino a quienes tienen defectos y limitaciones y son conscientes de ellos. “Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: «No he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Marcos 2, 17; cf 1 Timoteo 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf  Lucas 15, 11-32) y la inmensa «alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta» (Lucas 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida «para remisión de los pecados» (Mateo 26, 28)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 545).

            Un rasgo característico de la enseñanza de Jesús son las parábolas, que, a través de un ejemplo material y asequible tomado de la experiencia diaria, presentan los grandes misterios que Dios nos llama a conocer y a vivir. Son a la vez una invitación y una exigencia para el mejoramiento de la propia vida. El corazón humano debe ser como una tierra bien dispuesta para recibir la semilla, de tal manera que cada uno corresponda a los talentos recibidos de Dios. Las parábolas son reveladoras para quien busca sinceramente el Reino, y constituyen un enigma o una enseñanza aparentemente trivial para los que tienen la inteligencia y el corazón endurecidos.

            “Jesús acompaña sus palabras con numerosos «milagros, prodigios y signos» (Hechos de los Apóstoles 2, 22) que manifiestan que el Reino está presente en El. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (cf Lucas 7, 18-23)” (Catecismo…, n. 547). En efecto, los milagros que realiza atestiguan que el Padre lo ha enviado, e invitan a creer en El. Santo Tomás de Aquino afirma que los milagros son como el sello del rey, que se grababa sobre el lacre de un documento para asegurar su autenticidad. Así los milagros resellan el origen divino de la doctrina de Jesucristo. Pero como la fe requiere de la libertad de la persona, es posible rechazar a Cristo aunque se vean milagros, como aparece en el mismo relato del Evangelio.

            Los milagros tienen su momento y lugar en los planes de Dios. Son hechos fuera de lo ordinario que se realizan cuando así conviene, y si bien no podemos aspirar a resolver todas las dificultades a golpe de milagros, éstos, de vez en cuando, ocurren: “No soy «milagrero». –Te dije que me sobran milagros en el Santo Evangelio para asegurar fuertemente mi fe. –Pero me dan pena esos cristianos –incluso piadosos, «¡apostólicos!»- que se sonríen cuando oyen hablar de caminos extraordinarios, de sucesos sobrenaturales. –Siento deseos de decirles: sí, ahora hay también milagros: ¡nosotros los haríamos si tuviéramos fe!” (San JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 583).

Jesús no vino a la tierra, sin embargo, a remediar nuestros males materiales ni terrenos, sino para liberarnos de la esclavitud más grande, que es la del pecado. La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás: “si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mateo 12, 28).

            Desde el comienzo de su vida pública Cristo eligió a algunos varones, para que colaboraran especialmente con su misión: son los doce Apóstoles. Quiso asociarlos a la realización de su Reino, dirigiendo por medio de ellos y sus sucesores la Iglesia que El fundó. En ella Simón Pedro tiene el primado: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella” (Mateo 16, 18). Le corresponde, por voluntad de Jesucristo para él y sus sucesores velar por la fe de sus hermanos y confirmarlos en ella (cf Lucas 22, 32). A él le confió especialmente las llaves del Reino, la autoridad espiritual para regir, enseñar e impartir los medios de santificación en la Iglesia: “A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mateo 16, 19).

            Cuando el Papa, en ejercicio de su ministerio, aprueba la beatificación o canonización de un santo, ello quiere decir que se ha producido, por el poder de Dios y la intercesión del santo, algún milagro rigurosamente comprobado. Ahora en Venezuela  nos llenamos de alegría y de agradecimiento  a Dios por la beatificación de José Gregorio Hernández: el Reino de Dios está entre nosotros.

Rafael María de Balbín (rbalbin 19@gmail.com)

UNA IDEOLOGÍA DE ANTEAYER

La llamada ideología de género no ha nacido por generación espontánea, sino que presenta una génesis histórico-cultural muy clara. Tiene como primer precedente a los ideólogos de la “revolución sexual”, que son afines a la Escuela de Frankfurt, con su marxismo no leninista. Se trata de Wilhelm Reich y Herbert Marcuse. 

Se combina el marxismo con el pensamiento de  Freud: trasladando la “lucha de clases” a  la “lucha de sexos”, promoviendo  la “liberación sexual” de las mujeres oprimidas.

Desconstructivistas

Hay  que mencionar también a los deconstructivistas sociales: Jacques Derrida y Michel Foucault. Para ellos la realidad no consta ni de objetos ni de sujetos, sino que sólo está constituida por el lenguaje. En esta línea habrá que deconstruir el modelo cultural, aproximándolo al  pansexualismo de Foucault. Y la manipulación del lenguaje será un arma poderosa para la implantación de esta ideología.

Entre los existencialistas ateos figura  Simone de Beauvoir, quien formula nítidamente  la idea del  género: “No se nace mujer, sino que te haces mujer”. En la perspectiva de un igualitarismo total con los varones.

Feminismo original o feminismo de género

Hay que distinguir claramente entre el Feminismo original, que busca la promoción de los derechos humanos y civiles de las mujeres, y el Feminismo de género. Este último propugna la equiparación total de mujeres y varones, sin tener en cuenta lo que enseña la naturaleza. El género, como creación cultural, permitirá que  la clase oprimida femenina tome el control de la función reproductiva. Si la raíz  de la opresión de la mujer está en su papel de madre y educadora de los hijos, hay que liberarla mediante la contracepción, el aborto y la  educación estatal  de los hijos.

En la promoción de la ideología de género hay que destacar el papel principal del lobby LGBT (lesbianas, gays, bisexuales, transformistas). La alianza de los activistas homosexuales con las feministas radicales impulsa el ataque al matrimonio y a la familia, hablando de nuevas formas de unión entre los sexos (concubinato, “matrimonio” gay, familia monoparental). 

El pretendido basamento científico de esta ideología apareció con el  Dr. John Money de la Universidad  John Hopkins de Baltimore, con el que  comenzó la utilización de la palabra género. A él se debe un fallido experimento macabro con dos morochos varones y el intento quirúrgico y educacional de transformar en mujer a uno de ellos.

Presupuesto dogmático

Entre los impulsores de la ideología de género los hay  teóricos y activistas. Tienen como nota común la falta de rigor intelectual. Hay un presupuesto dogmático: la no vigencia de la distinción entre varón y mujer que indica la naturaleza humana. Se sustituye por la uniformidad del género. Toda legítima diferencia se denuncia como una  subordinación alienante de la mujer por parte del varón. En consecuencia habría que sustituir la autoridad “patriarcal” por el “empoderamiento”de la mujer.

Una ideología tan palmariamente irreal sólo puede imponerse ideológicamente, es decir mediante el engaño y la coerción.

Rafael María de Balbín (rafaelbalbin@yahoo.es)

MOMENTOS LUMINOSOS

En la vida de cualquier hombre se suceden y alternan acontecimientos variados, unos alegres, otros dolorosos, otros que no tienen un color especial, al menos externamente, porque se repiten a diario.

Jesucristo quiso hacerse hombre verdadero, compartir todo lo nuestro, excepto el pecado; si bien asumió nuestros pecados para liberarnos de ellos. En las jornadas de su vida pública, hay algunos momentos especiales de luz.

            Uno de ellos, como un paréntesis en la vida pública de Jesús, es su Transfiguración. Después de que Pedro confesó su fe de que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios vivo, el Maestro “comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir… y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día” (Mateo 16, 21), cosa que ni Pedro ni los demás comprendieron. Ocurrió poco después el hecho de la Transfiguración de Jesús, en el monte Tabor, ante tres de los Apóstoles: Pedro, Santiago y Juan. “El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le «hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén» (Lucas 9, 31). Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: «Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle» (Lucas 9, 35)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 554).

Jerusalén; Basílica de Getsemaní

            En esta escena Jesús les mostró por unos momentos su gloria, a la vez que les señalaba que antes era preciso padecer y morir: la Redención de la humanidad se haría a través de los sufrimientos y de la muerte ignominiosa en la Cruz. Se escucha la voz del Padre celestial y se hace presente el Espíritu Santo como una nube que les envuelve. Es como un anticipo de la Resurrección de Cristo, “el cual transfigurará este miserable cuerpo en un cuerpo glorioso como el suyo” (Filipenses 3, 21), pero sin olvidar que “es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios” (Hechos de los Apóstoles 14, 22).

Jerusalen; Muro de las Lamentaciones y mezquita de Al Aqsa

            Cuando se acerca el momento previsto en los planes de Dios, Jesús se encamina resueltamente hacia Jerusalén, habiendo anunciado por tres veces a sus discípulos la necesidad de padecer y morir, y después resucitar, para llevar a cabo la redención de nuestros pecados; “No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén” (Lucas 13, 33). Numerosos profetas, enviados por Dios, habían sufrido el martirio en la ciudad. Jesús sufre y llora ante la dureza de corazón de los hijos de Jerusalén: “¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido!” (Mateo23, 37).

Murallas de Jerusalén

            La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén, el domingo de ramos, es otro momento de luz. El había rehuido siempre los intentos populares de hacerle rey, un rey político o temporal al estilo humano. En esta ocasión prepara todos los detalles para entrar en la ciudad de David. Allí es aclamado como hijo de este rey, como el que trae la salvación. Pero el Rey de la Gloria entra en la ciudad sobre un asno, con una cabalgadura humilde, lejos de la fuerza y del boato de los reyes de este mundo. Le alaban los pequeños y los sencillos: “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Salmo 118, 26).

            Este momento de luz es también fugaz. “La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección (…). La Iglesia permanece fiel a la «interpretación de todas las Escrituras» dada  por Jesús mismo, tanto antes como después de su Pascua: «¿No era necesario que Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lucas 24, 26-27.44-45). Los padecimientos de Jesús han tomado una forma histórica concreta por el hecho de haber sido «reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas» (Marcos 8, 31), que lo «entregaron a los gentiles, para burlarse de él, azotarle y crucificarle» (Mateo 20. 19)” (Catecismo…, n. 560 y 572).

Rafael María de Balbín. (rbalbin19@gmail.com)

Fotos: Agustín Alberti

UNA REVOLUCIÓN CULTURAL

A nivel mundial se está desarrollando una auténtica revolución, que no se impulsa con barricadas, atentados dinamiteros ni golpes militares. Se trata de la ideología de género, pseudo-antropología, con pretensiones de reingeniería social planetaria.

Comenzó como un derivado del movimiento feminista, que buscaba objetivos muy loables: El reconocimiento de la dignidad de la mujer y la igualdad con el varón en derechos civiles. Al radicalizarse ideológicamente, el feminismo desbordó estos parámetros para propugnar la revolución sexual. La píldora anticonceptiva ofreció la herramienta tecnológica.

El preconcepto inicial de la ideología de género es la negación de la naturaleza humana.

La ideología de género lleva a cabo una reinterpretación de la historia y de la cultura. Ha surgido el nuevo gremio de los especialistas en género: que proliferan en gobiernos, planes educativos y empresas transnacionales. Con el factor común del rechazo de la maternidad, del trabajo doméstico y de las obligaciones matrimoniales.

Negación de la naturaleza humana

El preconcepto inicial es la negación de la naturaleza humana. El ser humano sería una materia informe que hay que modelar y dotar de sentido. No habría características propias de cada sexo, ni siquiera en la vida psíquica. La homosexualidad no sería antinatural y la heterosexualidad no sería natural. Al negar la naturaleza humana  se separa el cuerpo de la psiquis. En consecuencia habría que cambiar la cultura, porque varones y mujeres serían absolutamente idénticos.

Según esta concepción: frente a las evidentes diferencias biológicas, el sexo natural sería intrascendente y lo decisivo sería la psiquis, que no tendría relación con el sexo corporal. Aunque las estadísticas muestren que determinadas conductas se dan mayoritariamente en varones y otras en mujeres, las diferencias biológicas no tendrían ninguna significación antes de ser interpretadas, ya que serían una mera construcción de la sociedad.

Noción de Género

Propugnan la noción de género, que sería el sexo construido socialmente (algo así como un  rol convencional). Cada persona construiría su género. Con reingeniería social se podría transformar la percepción natural del género (imposición totalitaria);  tal como admite Simone de Beauvoir: “Ninguna mujer debería estar autorizada para quedarse en casa a criar los hijos… Las mujeres no deberían tener esa opción, precisamente porque si existe esa opción, demasiadas mujeres optarán por ella”.

Si se niega la naturaleza humana, y la dualidad de la persona humana como varón o como mujer,  no habría ningún condicionamiento antropológico, ni biológico ni psicológico, relativo a la sexualidad. Cada ser humano tendría autonomía absoluta para construir su propio género.

El objetivo final de esta revolución es la completa eliminación de las diferencias sexuales en los seres humanos, para construir un “mundo nuevo”.  Para eso hay que luchar contra el “patriarcado” y la “familia tradicional”.  El sexo estaría solamente al servicio del placer: Todo vale.

Rafael María de Balbín. (rafaelbalbin@yahoo.es)

EN LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS

Con esta expresión no nos referimos a ningún acontecimiento futuro, como si la plenitud hubiera de esperarse más adelante, quizás como fruto de una evolución perfectiva de la humanidad. San Pablo, escribiendo a los Gálatas (4, 4), señala con estas palabras el cumplimiento de las promesas de Dios para la salvación de los hombres, mediante la anunciación a María del designio divino.

“María es invitada a concebir a aquél en quien habitará «corporalmente la plenitud de la divinidad»  (Colosenses 2, 9). La respuesta divina a su «¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lucas 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lucas 1, 35)” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 484). 

La plenitud de los tiempos ha ocurrido ya. El año 2.000 hemos celebrado un especial aniversario de aquel acontecimiento que está en el centro de la historia humana, y que le confiere plenitud de significado.

            De Jesucristo afirma el Credo que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen. La fe católica acerca de Cristo ilumina la figura esplendorosa de María: Dios envió a su Hijo a la tierra, y para darle un cuerpo humano quiso la libre cooperación de una criatura, de una mujer, bendita entre todas las mujeres. Escogió desde toda la eternidad, para ser la Madre de su Hijo, “a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lucas 1, 26-27). Para ello, María “fue dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante” (Conc. VATICANO II. Const. Lumen gentium, n. 56). Fue llena de gracia desde el primer instante de su ser natural: es lo que llamamos la inmaculada concepción de María, verdad de fe proclamada por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854. Es una abundancia de gracia del todo singular: ella es “redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo” (cf. Ibidem, n. 53). Por una especial ayuda de Dios María permaneció pura de todo pecado personal, a lo largo de toda su vida terrena.

            Así cuando le llega el anuncio e invitación del arcángel Gabriel, la Virgen está preparada: concebirá y dará a luz al Hijo del Altísimo, por la virtud del Espíritu Santo, sin intervención de varón. Y Ella responde: “He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1, 37-38). De esta manera se entregó por completo al designio divino de la Redención de los hombres, a través de la Encarnación de su Hijo. Los Evangelios llaman a María, en repetidas ocasiones, la Madre de Jesús; y como Jesús es Dios, en la unidad de su única Persona divina, María es por ello Madre de Dios.

            A la vez la fe católica proclama la virginidad perpetua de María, ya desde las primeras formulaciones de la fe. “Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra” (Catecismo…, n. 496). Es una obra divina, que está por encima del poder y de la comprensión de los hombres. El ángel manifestó a José: “Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo” (Mateo 1, 20). Es el cumplimiento de la promesa, hecha siglos antes, a través del profeta Isaías: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo” (Isaías 7, 14).

Adoración de los reyes. Tabla hispano flamenca.

            La fe cristiana, en su paulatina profundización, ha confesado la virginidad real y perpetua de María, la siempre Virgen; antes del parto, en el parto y después del parto. El nacimiento de Cristo “lejos de disminuir consagró la integridad virginal” de su madre (Conc. VATICANO II. Const. Lumen gentium, n. 57). Si bien el Nuevo Testamento menciona a los hermanos y hermanas de Jesús, lo hace siguiendo la usanza bíblica de llamar de esta manera a los parientes próximos: primos, tíos, sobrinos, etc., tal como aparece claramente en diversos pasajes del Antiguo Testamento. “Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende (cf Juan 19, 26-27; Apocalipsis 12, 17) a todos los hombres, a los cuales Él vino a salvar: «Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos (Romanos 8, 29), es decir de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre» (Conc. VATICANO II. Const. Lumen gentium, n. 63)” (Catecismo…, n. 501).

            La virginidad de María destaca la plena iniciativa de Dios en la Encarnación. “Jesús no tiene como Padre más que a Dios” (Catecismo…, n. 503); así como la plena disponibilidad y fidelidad de María. Ella es la nueva Eva, madre de la humanidad redimida, con una fecundidad sin igual. Es figura y ejemplar de la Iglesia: “La Iglesia se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. También ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo” (Conc. VATICANO II. Const. Lumen gentium, n. 649).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)